El aguinaldo.
El 25 de diciembre, como era costumbre, los críos de Las Ventas con Peña Aguilera salieron a pedir el aguinaldo. Sabían que a quienes nada tenían poco podían dar; así que fueron a quienes se suponía que sí. El frío les pellizcaba las orejas y las campanas de la iglesia ponían la música con un repique travieso y bromista; se habían adelantado tres días a la matanza, parecían dar licencia para mendigar sonrisas y unas perras.
Comenzaron por don Sebastián, el alcalde. Al oír aguinaldo, él, que olía a colonia cara, alcanfor de despacho y a tinta reseca de sacristía en despacho consistorial, soltó como quien escupe un hueso:
—Mocos verdes, id a que os limpien las narices vuestras madres.
Con otros, más cristianos y caritativos —o quizá con mayores remordimientos—, les fue medianamente bien: nadie pasaba de una perra chica, y los más pródigos, una perra gorda. Salvo aquella mujer de negro riguroso a quien en susurros llamaban Edelmira.
Ellos no lo sabían, pero la había matado el mismo hombre que mató a su marido; ella, antes, le arrancó de un bocado una oreja y desde entonces, cada noche, le leía los crímenes al oído ausente, uno por uno, hasta dejarlo sin sueño. Decía —sin voz y con presencia— que la noche de Inocentes él mismo apretaría el gatillo. Edelmira, sin ceremonia y con una risa que parecía prestada de la Virgen —aunque era atea—, les puso en la mano veinte reales en monedas de a dos, para que miraran por el agujero y comprobaran que, a veces, la justicia existe siempre que no la dicten jueces ni la sellen notarios. Las monedas venían calientes, como recién acuñadas, y sirvieron para que los chiquillos se calentasen las manos antes de meterlas en la taleguilla. Ni antes ni después volvieron a verla: algunos les dijeron, cuando lo contaron, que ya estaba muerta aquel día desde hacía más de ocho años, otros, que la tierra la devolvía a ratos para que atara cabos sueltos.
Don Jonás, el terrateniente más rico, del que don José María proclamaba su piedad y santidad, tenía fama de generoso y obediente a los mandatos del cielo; sólo que el cielo le había dejado media luna en la cara: una oreja menos, lo cual disimulaba con su boina roja de carlista que no se quitaba ni en misa. Con menos de cincuenta, lo llamaban soltero de oro, pero era viudo por partida doble y sin descendencia. Decía —mitad suspiro, mitad soberbia— que Dios no lo había bendecido en el amor y que le tocó tierra yerma aun con tanta tierra a su nombre...
© Paco Arenas

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