La cueva de Altamira.
La cueva de Altamira fue descubierta en 1868 por un tejero asturiano llamado Modesto Cubillas quien yendo de caza encontró la entrada al intentar liberar a su perro, que estaba atrapado entre las grietas de unas rocas por perseguir a una presa. En aquel momento, la noticia del descubrimiento de una cueva no tuvo la menor transcendencia entre el vecindario de la zona, ya que es un terreno kárstico, caracterizado por poseer ya miles de grutas, por lo que el descubrimiento de una más no supuso ninguna novedad.
Cubillas se lo comunicó a Marcelino Sanz de Sautuola, rico propietario local y «mero aficionado» a la paleontología, de cuya finca era aparcero; no obstante, este no la visitó hasta al menos 1876. La recorrió en su totalidad y reconoció algunos signos abstractos, como rayas negras repetidas, a las que no dio ninguna importancia por no considerarlas obra humana. Tres o cuatro años después, en el verano de 1879, volvió Sautuola por segunda vez a Altamira, en esta ocasión acompañado por su hija María Sanz de Sautuola y Escalante, de ocho años de edad. Tenía interés en excavar la entrada de la cueva con el objetivo de encontrar algunos restos de huesos y sílex, como los objetos que había visto en la Exposición Universal de París en 1878.
El descubrimiento de las pinturas rupestres lo realizó, en realidad, la niña. Mientras su padre permanecía en la boca de la gruta, ella se adentró hasta llegar a una sala lateral. Allí vio unas pinturas en el techo y corrió a decírselo a su padre."¡Mira, papá! ¡Toros pintados!". La niña acababa de descubrir las pinturas de la cueva de Altamira, considerada la Capilla Sixtina del arte rupestre. La novedad del descubrimiento era tan sorprendente que provocó la desconfianza de los estudiosos. Sautuola fue ridiculizado y acusado de falsificador. Cuanta razón tenía Arthur Schopenhauer cuando dijo que "Toda verdad pasa por tres etapas. Primero, es ridiculizada. En segundo lugar, se encuentra con una violenta oposición y en tercer lugar, se acepta como evidente.
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