Hans.


Hoy he sabido que anoche se paró el corazón de Hans.

Hans era mi vecino alemán. Yo le conocí al llegar aquí hace dos años. Ya era muy mayor pero mantenía un armonioso pelo blanco, abundante y fuerte. Hablaba poco. Y cuando lo hacía, ladeaba la cabeza y te miraba desde sus profundos ojos azules. Ojos de mirada limpia, aunque con un barniz de tristeza que no le abandonaba nunca.

Cuando el otoño se hacía frío se encerraba en casa y apenas salía. Desde mi jardín solo acertaba a ver su salón envuelto en una luz amarillenta que parecía haber ido envejeciendo con él. Y tras el cristal desgastado de la ventana vislumbraba su espalda vestida con un jersey gris de lana gorda y su pelo blanco, más despeinado que en primavera. Siempre le veía en la misma postura, siempre de espaldas al jardín.

Hasta que marzo iba templando las mañanas y Hans empezaba a salir de nuevo.

Un murete de poco más de metro y medio de altura separaba nuestros jardines. Y pegado a él cultivaba mi vecino una preciosa rosaleda multicolor. Flores rojas, amarillas, blancas. Desde que empezaba la primavera hasta que el verano se iba apagando aquel jardín era su vida y lo cuidaba con ternura infinita.

- A Hanna le encantaban las rosas – me contó Hans en uno de sus escasos momentos locuaces mientras regaba la tierra – Y cuando vinimos aquí, me pidió que le hiciera una rosaleda. Todas las mañanas salía al jardín y lo primero que hacía era ver si había alguna rosa nueva. Y cuando encontraba una, le ponía nombre. En una ocasión salió una amarilla muy alta, que casi pasaba por encima de la tapia – dijo señalando una altura algo mayor que esa pared que nos separaba – Entonces ella apoyó su espalda en el muro y miró desde arriba a aquella flor insolente que apenas le llegaba al hombro. Y me dijo con una sonrisa: “¿Ves? Siempre seré tu rosa más alta”.

Hans calló ensimismado, seguramente prendido en aquel recuerdo. Me miró y detuvo el océano oscuro de sus ojos en mí. Pero no me veía. Viajaba hacia algún lugar lejos de allí, a alguna remota estación de su memoria. Entonces se dio la vuelta y sin despedirse se metió en su casa. Aquella noche de primavera volví a ver en su salón esa espalda de los meses fríos.

Hanna había sido su compañera durante más de medio siglo. Hasta que murió, hacía tres años. Desde que cayó enferma, Hans apenas se separó de su cama a pesar de que ella le insistía en que cuidara su jardín de rosas. “Pero que no haya nunca una rosa más alta que yo" solía bromear. Hanna se fue calladamente una noche temprana de otoño. De viento suave y rosales desnudos.

El día que Hans me contó esto, comprendí por qué cada vez que una rosa asomaba por encima del muro, él se apresuraba a cortarla. Así sucedía siempre.

Hasta que una tarde de junio vinieron dos mujeres de mediana edad a su casa. Con ellas iban dos hombres. Luego supe que eran sus hijas con sus maridos. Nunca había visto por allí a aquellas personas. Al cabo de unas horas, los vi marcharse. Y Hans iba con ellos. Arrastraba los pies sin fuerza. Caminaba entre sus hijas, colgando de sus brazos, mientras detrás los hombres cargaban con dos viejas maletas atadas con correas.

Hans me buscó con la mirada. El azul de sus ojos se había hecho negro. Un negro hondo, infinito, que me hablaba. Sonreí forzadamente y le saludé con la mano. Quise decirle que estuviera tranquilo.

Y sin poder evitarlo le grité:

- ¡Yo me encargo, amigo mío! ¡Nunca habrá rosa más alta!

Entonces Hans, por primera vez en aquellos dos años, me regaló una sonrisa. Dulce, agradecida. Y con ella, una última mirada en la que sus ojos fueron azules de nuevo.

Después, no volví a verle nunca. Pero eso ya no importa. Porque ahora le imagino feliz.

Junto a Hanna. En un jardín, seguro, donde las rosas tienen nombre.

"La rosa más alta" 

Fernando Portolés Reboul

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