Langostas: los caballeros blindados del fondo marino. 🦞🌊


En las fiestas nocturnas del océano, la langosta es la invitada más elegante: luce un traje de placas articuladas que se renueva al crecer, un esmalte natural que cambia de color de verde parduzco a rojo Ferrari… pero solo cuando la cocción suena a agua hirviendo. Bajo esa armadura late un corazón que bombea sangre azul rica en cobre, digna de la realeza crustácea. Y, como buen noble medieval, lleva dos “espadas” distintas: la pinza trituradora, capaz de romper conchas como si fueran galletas, y la pinza cortante, afilada como tijeras de sastre.


Para comunicarse con posibles parejas (o rivales), la langosta no envía whatsapps: orina por antenas y sus “mensajes perfumados” navegan la corriente como cartas olorosas que anuncian amor… o una pelea inminente. Durante la muda, se esconde en una cueva y se quita enterito el exoesqueleto, incluyendo el estómago y los ojos; tras ese striptease crustáceo emerge blanda como caramelo, momento en el que otra langosta, tan sibarita como caníbal, podría verla como sushi viviente.

A pesar de su reputación gourmet, la langosta es más atleta que plato principal: recorre kilómetros siguiendo “carreteras químicas” en el fondo, alineándose en largas columnas migratorias que recuerdan un desfile blindado. Y si pierde un brazo en batalla, no pasa nada: vuelve a crecer con la paciencia de un bonsái submarino. Así que, la próxima vez que veas una langosta roja en tu plato, recuerda que alguna vez fue un caballero azul, experto en kung-fu de pinzas y en poesía aromática, patrullando los salones de corales y arenas como el señor feudal del mundo abisal. 
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