“La sabiduría de las moscas”.
«Coged una mosca y una abeja, y ponedlas dentro de dos botellas vacías. Sin tapón: el gollete queda abierto. Pero en el otro extremo de cada botella, en el exterior, colocáis una lámpara encendida. Después observáis...
¿Qué ocurrirá? Si debo creer a mi amigo científico, la abeja se dirigirá hacia la fuente luminosa. Es un paso inteligente: en su mundo de abeja, en un árbol hueco o en una granja por ejemplo, la luz indica generalmente la salida... Pero aquí, no. El culo de la botella es un obstáculo. La abeja choca con él, vuelve a empezar, regresa al fondo de la botella, obstinadamente, vanamente, absurdamente, hasta el punto, si no interrumpís la experiencia, de que morirá de agotamiento, prisionera de esa luz que parece una salida y la aleja de ella, víctima de ese instinto que parece una inteligencia, que lo es quizá, y que la mata.
En el caso de la mosca, nada de eso. ¡Es demasiado tonta! La luz, para ella, no quiere decir nada. Nuestra mosca revolotea al azar, en cualquier caso en zig zag, como hace siempre, de manera aleatoria, caótica, sin plan, sin inteligencia, sin estrategia... Es lo que la salva: al ir en todas direcciones, acaba por encontrar la buena, sin ni siquiera darse cuenta, y hela fuera sin saber el porqué, sin haberlo merecido, estúpida y libre...
Mi amigo físico veía aquí una lección de sabiduría. «¡Un proceso caótico —me decía— es con frecuencia más saludable que una estrategia inmutable!
—Esto no quiere decir, sin embargo, que la necedad valga más que la inteligencia...
—No, pero hay que saber salirse de los esquemas preestablecidos, abandonarse al caos, al desorden, a la improvisación... Es también la lección de la física cuántica: ¡el azar es más rico y más creativo que el determinismo!»
Sobre este último punto, yo estaba totalmente de acuerdo, igual que Epicuro o Lucrecio en su día. Pero mi amigo físico, que presume de devolverle la magia al mundo, no se detenía aquí: «¡Tu racionalismo está envejeciendo! La salvación está del lado del desorden, no del orden; del azar, no de la lógica. Tu filosofía es una abeja. ¡Mejor toma como modelo la mosca y la física cuántica!».
La física es una gran cosa, que dudo mucho, no obstante, que pueda servir de filosofía. ¿Por qué debería yo pensar como una partícula, que no piensa?
En cuanto a las moscas... Su pretendida sabiduría me dejaba perplejo. De entrada porque veía muy bien que no era por exceso de inteligencia que la abeja moría, sino por exceso de instinto, por exceso de obstinación, por exceso de incapacidad para cambiar, para innovar, para inventar. Por exceso de necedad. La lección, suponiendo que los insectos puedan darnos una, me parecía ir a la inversa de la que sugería mi amigo. ¡El objetivo no es aproximarnos a la mosca, sino más bien alejarnos de la abeja! No somos nunca demasiado inteligentes, somos siempre demasiado rutinarios. No es la razón la que mata; es la repetición.
Tu abeja, hubiera tenido que responder a mi amigo, no es una metáfora de la inteligencia; ¡es una metáfora de la neurosis! Está prisionera de su pasado genético (el instinto) o individual (la experiencia, el condicionamiento). Cree que la salvación está detrás de ella, que necesariamente se parece a lo que ella ha vivido... ¿Cómo podría encontrarla, puesto que es su propia búsqueda la que la encierra?
Que haya que innovar, cambiar, adaptarse sin cesar al terreno y a las circunstancias, es la sabiduría misma. Y de eso la abeja no es capaz. Es lo que necesitamos y que sólo es posible mediante la reflexión, la inventiva, la creatividad. Es para lo que sirve la inteligencia, que es la facultad de inventar una solución nueva, para un problema que lo es también (sin el cual no tendríamos necesidad de reflexionar: la memoria o el instinto serían suficientes). Lo contrario de la repetición o del empecinamiento no es el caos; es la libertad».
André Comte-Sponville, “La sabiduría de las moscas”.

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