“Y fue un pájaro quien me dio una lección de compasión.”


Estaba sentado en el parque, leyendo, cuando vi a un pájaro chocar contra el cristal de una marquesina. Cayó al suelo, aturdido. Se agitaba sin rumbo, con las alas abiertas como si quisiera volar pero hubiera olvidado cómo.

Me levanté, dudando si intervenir. Siempre me han dicho que no conviene tocar a los animales salvajes, que es mejor dejarlos tranquilos. Así que me senté de nuevo.

Pero otro pájaro llegó. Uno igual. Se posó cerca. Lo miró. Dio un pequeño salto. Luego otro. Y se quedó junto a él. No picoteó, no huyó. Solo esperó.

Durante veinte minutos.

Yo también esperé.

El primer pájaro respiraba, pero no se movía. Y el otro seguía ahí. Inmóvil. Vigilante. Como si su presencia fuera la medicina.

Y entonces, lentamente, el herido se levantó. Dio un par de saltos torpes. El compañero lo imitó.

Y juntos, como si nada hubiera pasado, alzaron vuelo.

En silencio.

Sin aplausos.

Sin espectadores.

Solo yo, ahí, sintiéndome menos sabio que dos pájaros.

Pensé en todas las veces que alguien cae, y el mundo sigue. En cómo nos hemos acostumbrado a mirar desde lejos, por si “no es nuestro problema”.

Pero a veces, no se trata de salvar a nadie. Solo de quedarse cerca. De ser testigo. De sostener el silencio.

Ese día entendí que la verdadera ayuda no siempre hace ruido.

Y que el amor, a veces, tiene alas.

Ankor Inclan

Web

Comentarios