Romaníes.

 

Hace más de mil años, una caravana invisible partió del noroeste de la India. No llevaban banderas ni ejércitos. Sólo lengua, costumbres, memoria… y libertad.

Aquel pueblo, que más tarde el mundo conocería como romaní, o gitanos, emprendió un éxodo sin destino fijo. Un viaje que los llevó por Asia, el norte de África, Europa y, con la colonización, también al continente americano.

En el camino, cambiaron de nombre. En Europa Oriental, fueron los rom; en Occidente, “gitanos”, “tsigane”, “cigano”… muchas veces confundidos con viajeros de Egipto, por eso el nombre en inglés: gypsy. Pero más allá de los nombres, el corazón era uno solo: un pueblo nómada, libre, profundamente arraigado en sus tradiciones.

A lo largo de los siglos, pagaron caro su independencia. Fueron excluidos, esclavizados, perseguidos, convertidos en chivos expiatorios. En Rumanía, pasaron siglos encadenados. En la Alemania nazi, medio millón de romaníes fueron exterminados en los campos de concentración, víctimas del mismo odio que silenció a millones.

Y sin embargo… siguieron danzando.

Porque si hay algo que el mundo no pudo arrebatarles fue su arte. La música, el circo, la forja, el comercio ambulante, el adiestramiento de animales… Los oficios pasaban de abuelos a nietos como parte de un legado oral. Algunos aún se conservan, como los Kalderash caldereros o los Lovara comerciantes de caballos.

En el sur de España, el alma romaní se fundió con la voz andaluza, el ritmo árabe y el dolor sefardí para dar vida al flamenco: una de las formas artísticas más profundas del alma humana.

Hoy, el pueblo gitano sigue vivo. Menos nómadas, más urbanos, pero con la misma esencia. Se organizan en comunidades, defienden sus derechos, conservan sus dialectos ancestrales —mezcla de sánscrito, hindi y siglos de viaje— y siguen valorando lo más sagrado: la familia, el honor y la memoria.

Porque mientras haya alguien que recuerde los caminos, los cantos y los nombres…
el pueblo romaní no habrá terminado su viaje.

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