¿Tenemos que vivir siempre dentro de una burbuja?
Al igual que todas las demás especies, el ser humano, nació con limitaciones sensoriales insalvables. No vemos el espectro completo de luz, no escuchamos las frecuencias más altas o más bajas del sonido, no olemos lo que los perros pueden oler, ni sentimos lo que las serpientes perciben con su lengua. Nuestra percepción está filtrada por un cerebro que no fue formado para mostrarnos el mundo completo tal como es, sino sólo lo necesario para que sobreviviéramos. Y esta condición biológica —nuestra incapacidad de captar directamente el mundo objetivo en su totalidad— ha sido una de las principales causas de la invención de dioses, mitos, religiones y toda clase de supersticiones reconfortantes.
Como observó el biólogo y filósofo alemán Jakob von Uexküll (1864-1944), cada organismo vive dentro de su propio “umwelt”, un pequeño universo sensorial adaptado a su supervivencia. La garrapata percibe el calor, el olor y la luz, porque eso es lo único que necesita para distinguir la presencia del mamífero de cuya sangre se alimenta. Nosotros, en cambio, vivimos en una especie de “realidad aumentada por la imaginación”, porque además de percibir el mundo con filtros biológicos, lo reinterpretamos con filtros culturales, emocionales y simbólicos. Y esto nos lleva a fabricar narrativas, más que verdades, para entender nuestro entorno.
El neurólogo británico Oliver Sacks (1933-2015) decía que a nuestro cerebro le interesa más una historia coherente que una verdadera. ¡Qué aterradoramente cierto! Y esta afirmación revela el núcleo del pensamiento mágico: la comodidad del autoengaño. Si a esto sumamos el backfire effect —esa molesta tendencia humana a defender con más fuerza una creencia irracional cuando es puesta en duda— entendemos por qué tantas personas se atrincheran en religiones, horóscopos, energías cósmicas y demás tonterías “espirituales”.
Pero no se trata de un fenómeno nuevo, desde tiempos muy lejanos, la especie humana ha sido víctima de su propia necesidad de certeza, de consuelo y de sentido. Y en un universo indiferente, azaroso y frío, es más fácil construir una burbuja metafísica que aceptar que no hay propósito divino, ni justicia cósmica, ni vida eterna. Se crean así mitologías en las que el sol es un dios, la muerte es sólo una transición, y el sufrimiento tiene sentido. ¿Acaso no suena cómodo?
El biólogo evolucionista británico Richard Dawkins (n. en 1941), explica que lo que percibimos es un modelo útil, no una imagen exacta del mundo real. Porque evolutivamente hablando, la verdad objetiva no nos garantiza la supervivencia; la utilidad sí. Por eso nuestro cerebro prefiere ilusiones funcionales. Y la religión es una de las más populares, pero también una de las más peligrosas, porque al colocar a los humanos en el centro del universo y ofrecerles respuestas fabricadas a preguntas complejas, bloquea el pensamiento crítico, degrada el espíritu científico y perpetúa la ignorancia.
¿Qué pasa entonces con los niños? Lamentablemente, nacen dentro de burbujas cognitivas construidas por sus padres, quienes a su vez las heredaron de sus ancestros. Burbujas que están contaminadas de dogmas, supersticiones y mandatos morales que no resisten el más mínimo escrutinio racional. Así, el niño que hace preguntas científicas es reprendido, mientras que el que memoriza oraciones sin sentido es premiado. El resultado: una humanidad que valora más la fe que la evidencia, y que muchas veces confunde ignorancia con humildad espiritual.
Sin embargo el pensamiento científico nos invita —nos exige— romper esas burbujas. Como dijo el escritor estadounidense de origen ruso Isaac Asimov (1920-1992): “Si el universo no es como crees, no intentes cambiar el universo… cambia tus creencias.” El conocimiento real es un proceso doloroso, sí, porque implica desprenderse del consuelo de las fábulas. Sin embargo, sólo confrontando la realidad externa —por fea que nos parezca— podemos ampliar nuestro modelo del mundo y acercarnos, aunque sea asintóticamente, a la verdad.
Es verdad, no podemos percibir la realidad total, pero podemos construir herramientas para aproximarnos a ella: el método científico, la lógica, la autocrítica, la evidencia empírica. A diferencia de la fe, que exige creer sin pruebas (o incluso contra ellas), la ciencia se construye reconociendo sus errores, corrigiéndolos, avanzando. La religión se aferra a dogmas; la ciencia los pulveriza.
Es comprensible que muchas personas prefieran las respuestas más fáciles: “Dios lo quiso”, “Todo pasa por algo”, “Existe un plan superior”. Pero también es profundamente deshonesto, como diría filósofo y matemático británico Bertrand Russell (1872-1970), creer algo sólo porque reconforta, y no porque se tenga una buena razón para creerlo. La integridad intelectual exige enfrentarse al caos con valentía, y no refugiarse en cuentos de hadas celestiales.
Las religiones son, en esencia, burbujas sofisticadas que se aprovechan de nuestras debilidades cognitivas y emocionales. Nos prometen consuelo, identidad, comunidad, sentido. Pero a cambio nos piden la renuncia a la duda, al pensamiento libre y a la responsabilidad de enfrentar el mundo tal como es. Y esa es una transacción demasiado cara.
En conclusión: ciertamente, nuestra capacidad de percibir la realidad es muy limitada, pero nuestras limitaciones biológicas no justifican la creación de realidades paralelas. El reto de nuestra especie es aceptar que vivimos en una isla de percepción dentro de un océano de realidad desconocida, y usar nuestras herramientas racionales para cartografiar ese océano, no para inventar mundos falsos en los cuales refugiarnos como niños asustados. La verdad no siempre es bonita, pero es lo único que nos hará realmente libres.
[Godless Freeman]
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