La decepción.


La decepción es una herida silenciosa. No grita, no se impone; simplemente se instala en el pecho, como una sombra que enfría las expectativas. Llega cuando lo que esperábamos no se cumple, cuando alguien nos falla, o cuando nosotros mismos no alcanzamos lo que creíamos posible.

Es un reflejo del deseo no correspondido, de la confianza quebrada, del ideal roto. Y duele —porque antes de la decepción, hubo esperanza. Pero también enseña. Nos obliga a mirar con más claridad, a soltar las ilusiones y ver a las personas y las circunstancias tal como son, no como quisiéramos que fueran.
La decepción puede ser amarga, sí, pero también puede ser el inicio de una nueva verdad. Porque después de ella, si sabemos escuchar su mensaje, nace la fortaleza, la madurez, y a veces, una forma más pura de amor: aquella que ya no idealiza, sino que acepta.
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