Cuidadores.
Muchas veces, esa necesidad de cuidar, resolver, acompañar o controlar la vida del otro viene de un rol que asumiste sin darte cuenta: el de hija o hijo parentalizado.
Tal vez creciste en un hogar donde el caos emocional de los adultos te empujó a madurar antes de tiempo.
Aprendiste que, para ser vista, tenías que ser útil.
Que, para recibir afecto, debías portarte bien, cuidar, atender, callar lo que sentías.
Que, si no sostenías tú el sistema familiar… todo se venía abajo.
Y eso quedó grabado.
Hoy, como adulta, puedes sentir culpa si no estás disponible para todos. Puedes agotarte tratando de resolverle la vida a tu madre, a tu pareja, a tus hijos… incluso a tus amigas.
Pero el precio es alto:
Te olvidas de ti.
Te pierdes.
Y te desgastas por sostener vínculos que, en lugar de nutrirte, te drenan.
Sanar es reconocer esta verdad sin culpa.
Es comprender que tú ya no eres la niña que debía hacerse cargo de todo.
Es soltar el control, la sobreprotección, la necesidad de ser imprescindible.
Es recordar que amar no es cargar. Amar es acompañar, sin perderte de ti.
Una persona adulta que se ocupa en exceso de otra…
también necesita ser mirada, sostenida, y permitirse descansar.
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