El susurro de las hojas.

En una aldea perdida entre vastos campos de trigo y pinares, vivía Iván, un hombre sencillo y bondadoso, pero tímido y torpe con las palabras. Su esposa, Katerina, era una mujer fuerte, práctica, y con un carácter seco, que había aprendido a ocultar sus emociones tras una máscara de eficiencia. Aunque nunca hubo crueldad explícita en su relación, el cariño entre ellos se había marchitado, perdido en el bullicio de los días y en las responsabilidades de la vida campesina.

Iván trabajaba largas horas en el campo, esforzándose en silencio para mantener su hogar, siempre con la esperanza de recibir una palabra amable, una mirada de aprobación de Katerina. Pero ella, cansada por la rutina y endurecida por los años, apenas notaba sus esfuerzos. Sus pocas conversaciones se limitaban a asuntos prácticos: el ganado, la cosecha, el pan. Iván no se quejaba; su amor por Katerina era genuino, pero callado, como un río subterráneo que fluye sin ser visto.
Un otoño particularmente frío, Iván comenzó a enfermar. Al principio no le dio importancia, acostumbrado como estaba a soportar el dolor en silencio. Pero la fiebre persistió, y su cuerpo, acostumbrado al trabajo duro, empezó a flaquear. Una tarde, mientras intentaba levantar un saco de grano, sus piernas cedieron. Katerina lo encontró allí, tendido en el suelo del granero, con la mirada perdida y la respiración pesada.
Ella lo llevó adentro y lo acostó en el lecho. Durante los días siguientes, intentó cuidarlo como pudo, pero sus manos, acostumbradas a la labor dura, no sabían cómo ofrecer consuelo. Iván, por su parte, apenas hablaba, aunque en su interior deseaba desesperadamente escuchar una palabra de ternura de su esposa, algo que pudiera aliviar el frío que sentía, no solo en el cuerpo, sino también en el alma.
Una noche, mientras el viento azotaba las ventanas, Iván, ya muy débil, tomó la mano de Katerina con esfuerzo. Con una voz apenas audible, dijo: "Katerina, siempre he querido decirte… que te amo". Ella lo miró, sorprendida, pero no supo qué responder. Su garganta se cerró y, antes de que pudiera articular palabra, Iván cerró los ojos por última vez, con una leve sonrisa en el rostro.
Al día siguiente, Katerina se quedó junto al cuerpo de Iván, inmóvil, como petrificada. Por primera vez en años, sus lágrimas brotaron, calientes y silenciosas. Recordó todas las veces que pudo haberle agradecido, las veces que vio su mirada buscando aprobación y lo ignoró. Comprendió, con una claridad desgarradora, cuánto había perdido.
Desde entonces, Katerina pasó sus días cuidando la pequeña tumba de Iván, hablando en voz baja con él como nunca lo hizo en vida. Cada palabra era un intento de llenar el vacío, de redimir los momentos perdidos. Pero en las noches, cuando el viento atravesaba la aldea, el eco de su propia voz le devolvía una verdad ineludible: el arrepentimiento no tiene respuesta, y el amor callado de Iván había sido su mayor regalo, uno que nunca podría devolver.
Así vivió el resto de sus días, sola, en compañía de una culpa que, como las hojas secas del otoño, nunca dejaba de caer.
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