La voz de mi padre.


Conservo la grabadora. Es negra, burda. Luego de tanto tiempo de permanecer guardada, la cinta se ha deteriorado y la grabación es audible sólo en mínimas partes: sílabas, ruidos incómodos después de que fueron parte de la historia de un hombre. A su muerte, en nuestras reuniones mis hermanos y yo la oíamos y nos dejábamos llevar por la ilusión de que mi padre, rodeado por todos nosotros, accedía a contarnos otra vez el capítulo de su vida que consideraba más importante, decisivo: la mañana en que vio, parada en la puerta de su casa, a quien sería su compañera por más de sesenta años.


Transcurrido el tiempo, sola, armada del valor necesario para enfrentar ausencias, algunas veces llegué a oir la grabación, pero el efecto fue de tal modo desolador que ya no me atrevo a hacerlo. Qué caso tiene oír crujidos, medias palabras que sólo me permiten recuperar los mínimos despojos de un día largo y maravilloso. Comparo mi frustración a la de quien ve, por el ojo de la cerradura, sólo milímetros de un tapiz que sabe monumental, opulento y colorido.


II


Aquel domingo, Día del Padre, aprovechamos para celebrar el cumpleaños de mi papá, ya próximo. Los primeros en presentarnos en el departamento fuimos Esteban, Carolina y yo. Todos llevábamos algún platillo especial, botanas, golosinas y los regalos que habíamos elegido con cierta dificultad porque no era fácil complacer al profe Lucho, así llamábamos cariñosamente a mi papá en recuerdo de su etapa como maestro de carpintería en un centro de rehabilitación juvenil. Tuvo muchas otras ocupaciones: estibador, mesero, chofer particular de un político y encargado del guardarropa en un salón para banquetes.


El último en llegar a la reunión, por fortuna con el pastel, fue mi hermano Bernardo, obsesionado por la fotografía y con restos de la fama de rojillo que se ganó de muchacho. Durante la comida mantuvo la actitud exaltada de quien espera ansioso el momento de revelar un secreto. Antes del brindis final bajó al estacionamiento con pretexto de ver si estaba bien cerrado su coche y a los pocos minutos volvió con una caja que contenía una grabadora negra –esa fea y rústica que aún conservo– y propuso que, en recuerdo de ese domingo memorable, cada uno dejara un mensaje alusivo al momento.


Habituados a las extravagancias de Bernardo, le hicimos algunas burlas crueles, pero terminamos celebrando su idea. Coincidimos en que el primero en tomar la palabra debía ser el profe Lucio, pero él declinó la invitación con el argumento de que no le gustaba hablar en público y, además, según él, no valía la pena escuchar nada de lo que pudiera decir una persona con sólo cuatro años de estudios.


El comentario sirvió para que trajéramos a cuento sus muchos logros en los diferentes trabajos que había tenido y reconocer que gracias a sus esfuerzos todos éramos profesionistas. Le reiteramos que era nuestro ejemplo y volvimos a suplicarle que hablara ante la grabadora, pero insistió en no tener nada que decir. Quedamos momentáneamente desarmados, pero Carolina, que conocía como nadie las debilidades de mi papá, le propuso que contara algo acerca de su relación con mi madre, fallecida cuatro años antes y siempre recordada.


A tal sugerencia, el profe Lucho no pudo resistirse y lo oímos describir ese y algunos otros pasajes de su vida difícil, azarosa y apasionante narrados con tal emoción que nos arrancó lágrimas. Exhausto por los recuerdos, se interrumpió, dijo que necesitaba descansar un poco y nos dejó solos.


III


Mi hermano Esteban se disponía a devolver la grabadora a su caja, pero Bernardo, con la autoridad que le confería haber sido el promotor de la idea, se hizo de ella, retrocedió la cinta y volvimos a escuchar la voz de mi padre, a sentir sus emociones en los continuos titubeos y a captar en sus silencios la necesidad de frenar su exaltación.


Esa noche, al despedirme de mis hermanos, pensé que nuestro padre nos había hecho un maravilloso regalo al dejarnos en la grabadora su voz, algo muy semejante a su presencia. Gracias a eso, pudimos seguir escuchándolo durante mucho tiempo y terminamos por considerarlo el invitado de honor a nuestras reuniones posteriores a su partida, hasta que al fin, por causas de fuerza mayor, las suspendimos.


De esto hace años y aún extraño las pláticas con mis hermanos, las discusiones acaloradas en torno a las noticias o lo que fuera; echo de menos la complicidad de mi hermana Carolina y mía para formar un frente común ante las opiniones, muchas veces arbitrarias, de nuestros hermanos, sobre todo de Bernardo, que tenía de rojillo lo que yo de astronauta.


IV


He llegado a creer que de aquellas convivencias nació mi interés por los programas de análisis que se transmiten por la televisión. Procuro darme tiempo para no perdérmelos, sobre todo cuando se abordan temas de tanta actualidad como anoche: Inteligencia artificial y voz humana.


El expositor fue al grano. Habló de las muchas posibilidades de la inteligencia artifical en los terrenos del deporte, la ciencia y el arte, concretamente del cine. Dijo cosas interesantísimas, de no creerse. Por ejemplo, que gracias a la inteligencia artificial, sin necesidad de actores, el público podría escuchar de nuevo las voces de sus intérpretes preferidos, tal vez fallecidos o retirados de los escenarios a causa de su edad.


El proceso no era tan complejo como parecía: bien programado, bastaba contar con la mínima muestra de una voz para poder reproducirla con sus tonos, inflexiones, frases características, pausas y, sobre todo, con sus emociones. Inmediatamente pensé en la vieja grabadora negra que custodia los despojos de la voz de mi padre. Me ilusioné un minuto pensando en lo hermoso que sería, gracias a la inteligencia artificial, escucharlo de nuevo hablándome del amor de su vida, impulsado por la emoción y no como respuesta a un programa diseñado quién sabe dónde.


Esa palabra –programa– bastó para que desistiera de cualquier intento de resurrección verbal. La voz auténtica de mi padre, aunque dañada y carcomida por el tiempo, permanecerá en la grabadora negra tal como ha estado desde hace tiempo. Si alguna vez vuelvo a oprimir el botón de play para escucharla, sé que captaré algo confuso, incomprensible, como si oyera a alguien que antes de desaparecer necesita confiarme su secreto.

Cristina Pacheco

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