Los espejos.

 

Ilustración Román Rivas


«Los espejos de nuestros antepasados estaban hechos de metal bruñido, que se volvía opaco con el paso del tiempo. Apenas reflejaba nada más que sombras y contornos, por eso san Pablo escribió: “Vemos como en un espejo, oscuramente”. En el siglo XIII se inventó el cristal azogado, pero durante muchos siglos fue una posesión cara y prohibitiva, un lujo de ricos cuyas inquietantes imágenes provocaban asombro y extrañeza […]

Nuestra época, hechizada por la publicidad y deslumbrada por las redes sociales, nos invita a mirarnos sin pausa: cada día, posamos ante el móvil y compartimos con el mundo más de un millón de autorretratos. Sin embargo, durante los milenios ciegos, antes de los reflejos, de la fotografía, de los vídeos, la mayoría de los seres humanos ignoraban el aspecto de su propio rostro y los rastros que arañaba el arado del tiempo. Nuestros antepasados apenas podían intuirse en un estanque, en el fondo brillante de una olla metálica o en un atisbo de cristal. No se conocían, no se veían. En las mansiones de los poderosos, la adulación de los pintores halagaba sus vanidades embelleciendo los retratos. Ahora, rodeados de espejos y cámaras, caemos en la misma tentación de falsear nuestra apariencia con las herramientas de un programa informático o los retoques de una aplicación. La cruda realidad nos asusta y nos disgusta. En la marea veraniega de la obsesión por los cuerpos perfectos, fabricamos espejismos –fuertes, esbeltos, bellos–, quizá porque solo sabemos amarnos cuando somos irreconocibles».

Irene Vallejo
Milenio,com

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