La princesa que duerme.


Hace mucho, mucho tiempo, en un reino muy, pero que muy lejano, vivía una princesita perezosa. Le gustaba dormir hasta pasado el mediodía. Se enojaba cuando su madre la despertaba porque debía asistir a clases, la niña las detestaba.

     Cuando la princesa estaba cerca de cumplir los quince años, su nodriza le contó que el día de su nacimiento, una malvada bruja le había echado una terrible maldición. El día de su cumpleaños número quince, se pincharía un dedo y moriría.

    La niña se asustó muchísimo. Pero la nodriza se apresuró a aclarar que el Hada Madrina había conjurado el hechizo. Si la niña se pinchaba no moriría, sólo se quedaría dormida hasta que un príncipe encantado la despertara con un beso.

    La princesa de tranquilizó. No quería morir, pero si de dormir se trataba, no tenía problemas con eso.

    Por fin, llegó el día tan esperado y temido. La princesa cumplió quince años.

    En el castillo se organizó una gran fiesta a la que acudieron invitados desde todos los rincones del reino.

   La Guardia Real había sido instruida para no permitir el paso a ningún extraño.

    Fiel a su costumbre, la princesa se despertó pasado el mediodía, entonces, vio a una mujer en el centro de su habitación.

   –¿Quién eres? –preguntó la niña.

    –Te traje el más hermoso de todos los regalos –respondió la extraña –. Debes subir a la torre para verlo.

     De mala gana, la princesa se levantó, sin siquiera sacarse el camisón, siguió a la otra.

     Sentía mucha curiosidad por saber de qué se trataba el regalo.

    Al llegar a la torre, la mujer abrió la puerta e invitó a pasar a la jovencita.

    En el medio del cuarto, relucía una rueca de oro.

   –¿Ese es el regalo? –preguntó indignada la princesa.

   –¿Acaso tengo cara de hilandera?

    La mujer, que no era otra que la malvada bruja, al ver que la muchacha no se acercaba al huso, le tomó la mano con fuerza y la obligó a apoyar el dedo en la aguda punta.

    La niña cayó dormida en el acto. Junto con ella, todos los habitantes del reino también se durmieron.

    Cien años más tarde, en otro reino. Un príncipe aventurero decidió partir para conocer el mundo.

 Montó en su blanco corcel y se lanzó a los caminos.

     Quiso la casualidad que se encontrara con la senda que conducía al castillo.

     La malvada bruja lo vio a la distancia y, como sabía que el Hada Madrina había conjurado su hechizo, le salió al encuentro.

   –¡Detente! –ordenó –. De aquí no pasarás.

    El príncipe se echó a reír.

   –Dime cómo piensas impedirlo, vieja bruja.

    Por toda respuesta, ella se convirtió en un gigantesco dragón.

    El príncipe estuvo a punto de volverse por dónde había venido, entonces, recordó que la bruja era una mujer, y él contaba con un arma que hacía caer rendidas a las mujeres.

   Sin decir una palabra, enfrentó a la bruja y le mostró su espada.

    Ella lanzó una exclamación de asombro, retomó su forma humana y se quedó contemplando embelesada, el tamaño de la espada del príncipe. Éste aprovechó su distracción para desenvainar la otra espada, la de acero, y cortarle la cabeza.

     Con el camino libre, el príncipe guardó las dos espadas y entró al castillo.

   El Hada Madrina lo esperaba ansiosa.

   –Por aquí, por aquí –lo urgió –. Debes despertar a la princesa.

   A continuación, le relató la triste situación del reino.

   –Si tú la besas, todo volverá a la normalidad.

   –¿Sólo debo besar a la niña?

   –Así es. No perdamos tiempo.

     El príncipe fue conducido ante la princesa dormida.

    Al verla tendida en el lecho, quedó boquiabierto.

    La tela del camisón se había deteriorado con el tiempo, al punto de dejar al descubierto los enormes... "melones" de la princesa. Ésta era la fruta preferida del príncipe.

   –¡Bésala! ¡Bésala! – apuró el Hada.

   Él se inclinó sobre la muchacha.

   –¡Ahí no! En los labios.

   Avergonzado, el príncipe pidió disculpas por su error y volvió a inclinarse.

   La princesa despertó malhumorada. ¿Quién se atrevía a interrumpir su sueño?

   Abrió los ojos dispuesta a castigar al insolente, pero al ver al príncipe cambió de idea. Jamás había visto a un hombre tan atractivo.

    Lo miró de arriba abajo, y fue precisamente abajo, donde centró su atención.

      –¿Quieres casarte conmigo? – propuso él.

    Ella aceptó, con una condición. Sería su esposa, si él le prometía permitirle dormir todas las horas del día, pero a la noche, debería mantenerla bien despierta.

Escrito por Norma Duarte


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