Nicotina.
Se fueron a almorzar a un restaurante donde les dieron huevos a «la Malmaison», pollo con gelatina, crema de guindas, helado y un disgusto espantoso, porque la cuenta subió más que Napoleón después de la campaña de Italia.
Acabado el almuerzo, ella se dio a conocer.
—Me llamo Nicotina —dijo.
—¿Cómo? ¿Eres tú Nicotina, la famosa Nicotina: la que envenena, la que se infiltra en el organismo, la que destroza la garganta y los bronquios, la que llena de extraños tatuajes los pulmones, la que hace perder la memoria, la que ensucia el estómago y arruina la salud y el bolsillo?
—Yo soy —murmuró muy bajito—. Pero, ¡bah!, han exagerado mucho. Se hacen furibundas campañas contra mí…, y créeme: no soy tan mala como parezco. Amo hasta la vejez a miles de hombres sin que les ocurra nada malo. Esos mismos médicos que despotrican contra mí, me adoran. Porque soy la mujer más deseada del globo. .. Millones y millones de hombres me rinden culto.
—Pero tú les intoxicas.
La señorita Nicotina sonrió y repuso dulcemente:
—¿Y qué amor no intoxica, amigo mío?
Y él sintió la comezón de probar un amor que de tal manera fascinaba a los hombres, y exclamó en un susurro delirante, con el delirio arrollador propio de los adolescentes:
—Nicotina, Nicotina…
Diez minutos después tuvo el primer vómito.
Pasaron los años y la señorita Nicotina —eternamente joven desde que, siglos atrás, llegase de América— seguía siendo el amor más firme de aquel hombre: ese amor del que no se puede desistir.
Su cariño le agotaba, y al mismo tiempo le daba energías. Sus caricias le envenenaban lentamente; pero nunca habría podido prescindir de ellas. Al despertarse por las mañanas, se apoderaba de Nicotina, que había velado su sueño desde la plataforma de la mesita de noche. Mientras se afeitaba, Nicotina estaba a su lado; al salir a la calle salía acompañado de Nicotina; durante su trabajo, Nicotina, le acompañaba, y cuando una idea se resistía a surgir, o él luchaba por darle forma, allí estaba Nicotina para inspirarle con un beso largo y absorbente; y cuando el dolor o la preocupación le asaltaban era también Nicotina la que le distraía, arrojando lejos las ideas negras.
Otras veces, en el teatro, por ejemplo, donde las autoridades no dejaban entrar a Nicotina, él se agitaba molesto, desasosegado e inquieto, y no bien llegaba el entreacto, corría al vestíbulo y allí volvía a encontrar a Nicotina y cruzaba largos párrafos con ella.
Había amigos que al presentarles a Nicotina le decían displicentemente :
—Gracias. No me gusta.
Y él los miraba con un poco de envidia y otro poco de admiración. Después de todo eran seres extraordinarios, que habían sabido resistir el amor de aquella mujer absorbente y fatal.
Cuando alguna pasión desgraciada le rasgaba el alma, la llamaba a voces:
—¡Nicotina!
Y ella aparecía entre nubes para decirle:
—¿Qué?
—Acabo de tener un disgusto terrible con Natalia.
—Ya lo sé. ¿No recuerdas que Natalia era también amiga mía?
Efectivamente, Natalia era íntima amiga de Nicotina, razón por la cual mucha gente decía de ella:
—Fuma como un carretero. (Aunque hay miles de carreteros que no fuman.)
—Pues bien: soy muy desgraciado Nicotina…
—No sufras, pobrecito mío. Aquí me tienes a mí. Ámame. En cuanto a Natalia, yo le daré un buen cáncer de laringe en castigo a su estupidez.
Es verdad que su amor le hacia cisco por meses y le producía una tos que le facilitaba pintorescamente la expulsión de los bronquios pero él le perdonaba eso con gusto.
Hasta que un día… ¡Oh! ¡Él no lo habría creído jamás!
Un día la llamó y Nicotina no acudió:
No acudió Nicotina porque él no tenía dinero.
Hasta entonces siempre había creído que la Señorita Nicotina era un veneno.
Pero aquel día empezó a sospechar si la señorita Nicotina no sería una tanguista.
Enrique Jardiel Poncela
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