Sermón de la llanura




Bienaventurados los que ni entienden ni aspiran a entender el fútbol, ​​porque de ellos es el reino de la tranquilidad.

Bienaventurados aquellos que, porque entienden de fútbol, ​​no se exponen al riesgo de asistir a los partidos, ya que no regresan decepcionados o con un infarto.

Bienaventurados los que no tienen la pasión del club, porque no sufren de enero en enero, con apenas unas cucharadas de alegría como bálsamo, o ni siquiera eso.

Bienaventurados los que no suben, porque sus madres no se sentirán ofendidas, su sexo cuestionado y su integridad física amenazada cuando abandonen el estadio.

Bienaventurados los que no son escalados, porque escapan de abucheos, proyectiles, contusiones, fracturas y hasta de la precaria gloria de un día.

Bienaventurados los que no son columnistas deportivos, porque no necesitan explicar lo inexplicable y racionalizar la locura.

Bienaventurados los fotógrafos que pasaron de documentar deportes a desfiles de moda, porque no necesitan perder mucho tiempo fotografiando el destello de un gol.

Bienaventurados los fabricantes de balones y tacos, que no reciben los primeros en la cara y los segundos en la ingle, como los atletas y asistentes ocasionales en los partidos de fútbol.

Bienaventurados los que no pudieron comprar la televisión a color a tiempo para ver el Mundial, porque, al verlo en el dispositivo del vecino, sufren sin pagar 20 cuotas por su sufrimiento.

Bienaventurados los sordos, porque a ellos no les afecta el trueno de las bombas de la victoria, que ensordecen a los demás, ni el parloteo de los locutores, necesitados de exorcismo.

Bienaventurados los que no viven en calles con aficionados institucionalizados, o en sus inmediaciones, ya que sólo recogen el 50% del ruido preparatorio o de celebración.

Bienaventurados los ciegos, que se salvan de torturarse con el espectáculo directo o televisado del marcado apretado, que paraliza a los campeones, o del juego impredecible, que destruye su invencibilidad.

Bienaventurados los que nacieron, vivieron y murieron antes de 1863, cuando se codificaron las leyes del fútbol, ​​escapando de los tormentos de los aficionados, incluidos los infartos causados ​​tanto por la derrota como por la victoria del equipo amado.

Bienaventurados aquellos que, entre la pelota y el botón, se contentaban con este último, sobre todo con camisa, ya que se consuelan más fácilmente con la pérdida del botón de su ropa que con el animal de la victoria.

Bienaventurados los que no confunden la derrota del equipo de Laponia ante el equipo de Tierra del Fuego con la victoria nacional de Tierra del Fuego sobre Laponia, pues el sentimiento de guerra no los visita.

Bienaventurados los que, después de escuchar este sermón, aplican todo el ardor infantil de su pecho maduro para desearle la victoria a la selección brasileña en este y en todos los Mundiales futuros, como lo hace el viejo predicador desencantado, pero hincha al fin, porque ¡Al carajo! con razón cuando el fútbol invade el corazón.

(Carlos Drummond de Andrade)


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