La ranita y el príncipe.
Érase una vez un Príncipe que, hallándose paseando por sus reales jardines, se encontró una linda ranita. La tomó en sus manos, la acarició y, aplicando sus labios sobre ella, la besó, con suavidad, con delicadeza.
En este momento, ¡oh, prodigio!, la rana se convirtió en una hermosa Princesa. Pero, ¡qué Princesa!, ¡cacho Princesa, vamos!. Digamos que era una de esas mujeres que tienen curvas en sitios en los que otras no tienen ni sitio.
Entonces, la Princesa le dijo al Príncipe:
-¡Oh, Príncipe! ¡mi salvador! Debes saber que yo soy una Princesa que fui encantada por una malvada bruja y que sólo sería desencantada si era besada por un Príncipe como tú; pero... puso otra condición, verás: ahora para que no quedes encantado tú, debes darme tres besos y pedirme tres gracias.
El Príncipe, ni corto ni perezoso, le largó tres besos a la Princesa, pero sin suavidad ni delicadeza; vamos, de tornillo, que se dice, y con lengua y todo.
A continuación, en vez de pedirle tres gracias, le pidió la misma gracia tres veces...
Y no quedó encantado... ¡QUEDÓ ENCANTADÍIIIISIMO!
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