Juego de Tronos.



 —Por favor, khaleesi. Sé lo que pretendéis. No lo hagáis. Por favor.

—Es necesario —le dijo Dany. Le acarició el rostro con cariño y tristeza—. No lo comprendéis. 

—Comprendo que lo amabais. —La voz de ser Jorah estaba ronca de desesperación—. Yo también amaba a mi esposa, pero no morí con ella. Sois mi reina; mi espada es vuestra, pero no me pidáis que me quede mirando mientras 

subís a la pira de Drogo. No quiero veros arder. 

—¿Eso es lo que teméis? —Dany le dio un ligero beso en la amplia frente—. No soy tan chiquilla, mi dulce caballero.

—Entonces, ¿no queréis morir con él? ¿Me lo juráis, mi reina? 

—Os lo juro —dijo ella en la lengua común de los Siete Reinos, que eran suyos por derecho.

Dany dio un paso hacia el fuego, y se dio cuenta de que había presentido la verdad desde hacía mucho tiempo, pero el brasero no había sido suficiente. Las llamas bailaban ante ella como las mujeres que habían danzado el día de su boda: giraban, cantaban, movían sus velos amarillos, naranjas y rojos, temibles pero

hermosas, muy hermosas, con la vida del calor. Dany les abrió los brazos; su piel se sonrojó, brilló. «Esto también es una boda» , pensó. Mirri Maz Duur ya no gritaba. La esposa del dios la consideraba una niña, pero los niños crecen, y los niños aprenden. 

Oyó los relinchos de los caballos asustados, las voces de los dothrakis, llenas de terror, y a ser Jorah gritando su nombre y maldiciendo. «No —habría querido decirle—, no, mi buen caballero, no temáis por mí. El fuego es mío. Soy Daenerys de la Tormenta, nacida de dragones, esposa de dragones, madre de dragones, ¿no lo veis? ¿No lo veis?» .

Juego de Tronos.

George R. R. Martin


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