Patriotismo.

 



—Es la última vez que voy a verte —murmuró el teniente—. Déjame mirar… —y tomando la lámpara en su mano, dirigió un haz de luz sobre el cuerpo extendido de Reiko.

  Ella había cerrado los ojos. La luz de la lámpara destacaba la majestuosidad de su carne blanca. El teniente, con un dejo de egocentrismo, se alegró pensando en que jamás vería aquella belleza derrumbarse frente a la muerte.

  El teniente contempló sin apuro aquel inolvidable espectáculo. Acariciaba la sedosa cabellera, palmeaba suavemente el bello rostro y besaba todos los puntos donde se detenía su mirada. La frente alta tenía una serena frescura, los ojos cerrados se orlaban de largas pestañas bajo las cejas finamente dibujadas y el brillo de los dientes se entreveía por los labios llenos y regulares… Todo ello configuraba en la mente del teniente la visión de una máscara mortuoria verdaderamente radiante y una y otra vez apretó sus labios contra la blanca garganta donde la mano de Reiko no tardaría en descargar su certero golpe. El cuello enrojeció bajo sus besos y volviendo suavemente a los labios de su amada, apoyó su boca sobre ellos con el fluctuante movimiento de un pequeño bote. Cerrando los ojos, el mundo se convertía, así, en una mecedora.

  La boca del teniente seguía fielmente el recorrido de sus ojos. Los pechos altos y turgentes, terminados como capullos de cerezo silvestre, se endurecían al contacto de sus labios. Los brazos emergían mansamente a ambos lados, afinándose hacia las muñecas, pero sin perder su redondez ni su simetría. Los dedos delicados eran aquellos que habían sostenido el abanico durante la ceremonia nupcial. A medida que el teniente los besaba, se retraían como avergonzados. El hueco natural que se curva entre el pecho y el estómago tenía en sus líneas no sólo la sugestión de la tersura, sino la fuerza de la elasticidad y anunciaba las ricas curvas que se extendían hasta las caderas. La riqueza y la blancura del vientre y las caderas eran como la leche contenida en un amplio recipiente. El hoyo sombreado del ombligo podía haber sido la huella de una gota de agua recién caída allí.

Repentinamente inundada de ternura, con las mejillas encendidas por el vértigo de la emoción, Reiko abrazó la cabeza rapada del teniente y el pelo afeitado lastimó su pecho. Aflojando el abrazo, contempló luego el rostro varonil de su marido. Las cejas severas, los ojos cerrados, el espléndido puente de la nariz, los labios bien dibujados y firmes… Reiko comenzó a besarlo. Se detuvo en la ancha base del cuello, en los hombros fuertes y erguidos, en el pecho poderoso con sus círculos gemelos semejantes a escudos de ásperos pezones. Un olor dulce y melancólico se desprendía de las axilas profundamente sombreadas por la carne abundante del pecho y de los hombros. En cierto modo, la esencia de la muerte joven estaba contenida en aquella dulzura. La piel desnuda del teniente relucía como un campo de cebada y podía observar los músculos en relieve convergiendo sobre el abdomen alrededor del ombligo pequeño y modesto. Al mirar el estómago firme y joven, púdicamente cubierto por un vello vigoroso, Reiko pensó que pronto iba a ser cruelmente lacerado por la espada y, reclinando la cabeza, rompió en sollozos y lo cubrió con sus besos.

  Al sentir las lágrimas de su mujer, el teniente se sintió capaz de afrontar valerosamente las más crueles agonías del suicidio.

  Resulta fácil imaginar a qué éxtasis llegaron después de aquellos tiernos intercambios. El teniente se incorporó y rodeó con un potente abrazo a su mujer, cuyo cuerpo estaba exhausto luego de tantas lágrimas y aflicciones. Juntaron sus caras apasionadamente, restregando las mejillas. El cuerpo de Reiko temblaba. Sus pechos húmedos estaban fuertemente apretados y cada milímetro de aquellos cuerpos jóvenes y hermosos se había compenetrado tanto con el otro que parecía imposible que se separaran jamás. Reiko gritó. Desde las alturas se sumergieron en el abismo, y, de allí, una vez más hasta embriagantes alturas. El teniente jadeaba como el portador de un estandarte… Al terminarse un ciclo, surgía inmediatamente una nueva ola de placer y, juntos, sin muestras de fatiga se elevaron nuevamente hasta la cima misma de un nuevo movimiento jadeante.

     Yukio Mishima | Patriotismo


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