ARRANCAR LA CABELLERA.

 


Los que tenemos cierta edad hemos crecido viendo cómo en la mayoría de westerns hollywoodienses, los indios arrancaban la cabellera a sus adversarios como colofón a una sangrienta victoria en combate.

Sin embargo, lo que ninguna película nos dijo es que esa costumbre, en realidad, pertenecía a holandeses, franceses e ingleses y que sus víctimas eran, precisamente, esos mismos indios.

Aunque existen evidencias de ciertos ritos de escalpación (arrancar la cabellera) presentes en tribus de norteamérica, la presencia era tan ínfima que atribuirles esta práctica es, cuanto menos, tendencioso.

En cambio, existen pruebas sobradas de que la implantación de este salvaje acto se instauró con fuerza entre las tropas francesas durante la Guerra franco-india y la Guerra de los Castores de los siglos XVII y XVIII.

El motivo era simple: los franceses pagaban una lucrativa recompensa por cada indio muerto. Al principio, para cobrar la suma, se exigía aportar como prueba la cabeza del propio indio. Sin embargo, hubo muchos que se hicieron auténticos expertos en esta suerte de genocidio. Y fue tanto lo que mataron que resultaba imposible transportar tantas cabezas, por lo que se decidió que la prueba sería refutada únicamente por la cabellera.

Así fue como los franceses comenzaron a arrancar cabelleras indias antes que los propios indios.

De hecho, esta idea no era nueva: Willem Krieft, gobernador holandés de Nueva Amsterdam (ahora Nueva York), ya había implementado esta práctica años antes.

Esta práctica salvaje se extendió como una plaga de enajenación entre indios de tribus rivales que también pretendían cobrarse su recompensa. Y del mismo modo, los propios indios cazados en principio les devolvieron la moneda a sus rivales arrancándoles las cabelleras como venganza.

Los ingleses decidieron adoptar esta lamentable práctica entre 1636 y 1638 en su guerra contra la tribu Pequot. Años después, ya entrados en el 1700, en estados como Pennsylvania, la cabellera de indio varón adulto se recompensaba con unos 150$, mientras que la de una mujer o un niño, valía un tercio.

No son los únicos casos. En 1864, el oficial yankee John Chivington lideró al frente de su caballería una de las mayores masacres que se recuerdan de nativos cuando entró en Sand Creek a sangre y fuego. Ese día fueron asesinadas más de 160 personas.

No dejó mujer, anciano o niño, y mucho menos varones de edad adulta. Cheyennes arapahoes fueron mutilados para exhibir sus narices, orejas y genitales como trofeos, amén de las consabidas cabelleras. Lo más triste es que aquella tribu era, irónicamente, de las más pacíficas de toda la nación Cheyenne.

Del mismo modo, a mediados de ese siglo, el gobierno de Chihuahua aprobó la vergonzosa Ley de Cabelleras, también conocida como Contratas de Sangre. Esta ley establecía, de nuevo, una recompensa considerable a cambio de cabelleras apaches. El objetivo no era otro que exterminar a aquella tribu u obligarles a abandonar sus tierras. Al borde del exterminio, los supervivientes migraron hacia el norte y se establecieron en suelo estadounidense, donde, como ya sabemos por los western, no corrieron mejor suerte.

Así que, amigos y amigas, no nos creamos todo lo que nos dicen las películas y, en especial, esas que necesitan poner a otros de malos para encumbrarse ellos como héroes sobre una montaña de cadáveres.

Sebastián G. Sancho

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