NI MADAME CURIE SE SALVÓ.
París, principios de noviembre de 1911. Una muchedumbre enfurecida se aglomera frente a una casa en lo que hoy llamaríamos escrache aunque por entonces esa palabra aún no existiese. Gritan insultos y acusaciones, lanzan piedras, quieren entrar. Hay luz dentro y los envalentonados furiosos creen que el objeto de su ira está dentro, pero no se atreve a salir. No es así: ella regresa en ese momento de la primera conferencia de Solvay, en cuya histórica foto (seguro que la han visto) ella es la primera mujer. Es Marie Curie, que vuelve a su casa para encontrarse la terrorífica estampa. Sus hijas de siete y catorce años, aterradas, sí que están en esa casa.
¿Han oído ustedes hablar de Marie Curie? Y quién no, ¿verdad? Es la única mujer científica que muchos serán capaces de nombrar. La primera que ganó un Nobel. La descubridora del radio. La mártir de la radiactividad. Una mujer pequeña, delgada, sobria y seria que nos mira en blanco y negro desde su humilde laboratorio de otra época, encarnando ella sola todos los tópicos del científico entregado y de la mujer abnegada, que es otro tipo de entrega que practican casi exclusivamente las mujeres.
Lo que pasa es que en realidad esa no era Marie, o no del todo, o no solamente. Cuenta Rosa Montero en su biografía/autobiografía La ridícula idea de no volver a verte, en la que entremezcla la historia de Marie Curie con la suya propia, que en la vida de la científica siempre se mezclaron el personaje y la leyenda: «Primero fue considerada una santa, luego una mártir y después una puta, y todo ello de una manera ardiente y clamorosa».
Santa porque trabajó junto a su marido, Pierre Curie, en condiciones paupérrimas, investigando en un cobertizo que solía ser un almacén con cristales rotos por los que entraba el polvo y la lluvia contaminando sus muestras y en el que en invierno hacía un frío asesino que combatían con una pequeña estufa.
Mártir porque su trabajo con la radiactividad cuando aún no se conocían sus efectos peligrosos la expuso a grandes dosis de la misma que le causaron heridas en los dedos, debilidad física y enfermedades (terminaría muriendo de una leucemia), y porque la muerte prematura de Pierre tras ser atropellado por un coche de caballos la dejaría sola con dos hijas pequeñas.
Y puta porque, tras la muerte de Pierre y pasado el luto, Marie decidió seguir viviendo. Tan sencillo como eso. En vez de morirse con su marido y desaparecer, marchitarse y pasar a la historia como la viuda de Pierre Curie, Marie osó vivir. Y al hacerlo cometió varios pecados imperdonables a ojos de la pacata sociedad francesa de la época.
Trepa…
Empecemos por el más obvio de todos: Marie era una mujer; y, de hecho, no nació como Marie, sino como Maria. Ese fue su siguiente pecado: era extranjera y de origen pobre. Es decir, que, a pesar de estar nacionalizada en Francia, de llevar allí años y de haber aportado ya un Nobel al haber nacional, en el momento de la muerte de Pierre y pasada la simpatía inicial, Marie se convirtió en una extraña, en una intrusa… en una trepa.
La campaña de desprestigio contra ella comenzó poco después de la muerte de su marido y partió de la propia comunidad científica. Pierre siempre había sido su defensor y valedor, poniendo en valor el trabajo de ella además del que hacían juntos. Fue su negativa a participar en la propuesta original para el Nobel de 1903 lo que aseguró que ella también fuese incluida en la candidatura. Pero él ahora ya no estaba y había en Francia mucho investigador resentido.
Se puso en duda que, sin Pierre, Marie pudiese llevar a cabo ningún trabajo relevante y se cuestionaron sus aportaciones a sus avances conjuntos anteriores. William Thomson, más conocido como lord Kelvin, que siempre fue un gran amigo y admirador de Pierre, publicó una carta en la que aseguraba que el radio no era un elemento como tal sino un compuesto de helio y otras moléculas. Esto ponía en duda todo el trabajo de los Curie. Pero además lord Kelvin no publicó su escrito en una revista científica, como habría sido lo habitual, sino en el periódico The Times. Una mente malpensada supondría que lo que el físico estaba intentando con aquello no era hacer una aportación científica real o corregir de buena fe el error de un(a) colega, sino rebajar la imagen pública de Marie, quitándole importancia a sus descubrimientos y señalando que quizá el Nobel había sido inmerecido. Como respuesta, Marie dedicó tres años de esfuerzos a aislar y medir el radio, y así darle en las narices a su examigo.
… judía…
En esa época Marie se postuló para ocupar un asiento en la Academia Francesa de las Ciencias, y eso le trajo más problemas. El otro candidato era Édouard Branly, reconocido por sus aportaciones en el desarrollo de la telegrafía sin cables. Cuando en 1909 Guillermo Marconi recibió el Nobel de Física por sus avances en este campo, Branly no fue incluido en el galardón y eso soliviantó a muchos de sus compatriotas.
Así que la competencia entre ambos terminó convirtiéndose en una cuestión de orgullo nacional: él era hombre y un francés agraviado, ella era mujer, polaca de nacimiento y de méritos ahora cuestionados. Branly era además abierta y devotamente católico, mientras que a ella no se le conocían inclinaciones religiosas. La prensa conservadora hizo campaña por él y expandió la idea de que ella era judía y de que no era francesa de verdad, y por tanto no se merecía el puesto. Ganó él.
… y puta
Pero el principal pecado que cometió Marie fue que cuatro años después de enviudar volvió a enamorarse, en concreto de un señor cinco años más joven y exalumno de su marido. Y, además, casado. Fue un escándalo tremendo: además de trepa y judía, puta.
Él se llamaba Paul Langevin y era de dominio público que se llevaba a matar con su mujer, de la que ya se había separado anteriormente, aunque había terminado suplicándole que le dejase volver a casa. A Marie le gustaba, según escribió en una carta a una amiga, por su «maravillosa inteligencia». Él sentía por ella «un fraternal afecto nacido de la amistad por ella y su marido, que fue haciéndose más estrecho», hasta que empezó a buscar en ella «la ternura que me faltaba en casa».
Las cartas que se escribían en 1910 demuestran que Marie le quería con locura (él a ella parece que no tanto), o al menos que le buscaba con toda la pasión del mundo en esos primeros meses de toda relación en los que uno no sabe si lo que padece es amor o enamoramiento, aunque, en cualquier caso, qué más da una cosa que la otra.
Pero no hubo mucho más que esos primeros meses, para empezar porque la mujer de Langevin se enteró y amenazó a Marie. Ella ya se había acostumbrado a las infidelidades de su marido, pero Marie era célebre y de su entorno, y eso debió sentarle especialmente mal. Una noche amenazó a Marie con matarla si no se marchaba de Francia inmediatamente, cosa que ella no hizo, pero se le metió el miedo en el cuerpo.
Un escándalo nacional
La cosa fue a peor. En noviembre de 1911 su relación se convirtió en noticia: el periódico Le Journal publicó un reportaje titulado «Una historia de amor: Madame Curie y el profesor Langevin» en la que a ella se la ponía de lagarta para arriba y se la acusaba de haber destrozado un matrimonio con cuatro hijos. Se contaba que ambos habían huido juntos, él abandonando a su familia y ella su laboratorio. No era verdad, pero qué más daba eso.
El reportaje se publicó mientras Marie —y Langevin— estaba en la conferencia de Solvay, y al volver a su casa se encontró con el espectáculo aterrador con el que abríamos esta historia. Marie cogió a las niñas y se refugió en casa de su amigo, el matemático Émile Borel. Borel era entonces el director científico de la Escuela Normal Superior, y el Ministerio de Instrucción Pública amenazó con echarle del puesto si cobijaba a Curie.
La tormenta de mierda para Marie no había hecho más que empezar. En un par de días la noticia se había extendido y envenenado: se dijo que la aventura había empezado cuando Pierre aún estaba vivo y que él en realidad se había suicidado tirándose bajo aquel carro; que la capacidad científica de Marie estaba a la altura de su baja catadura moral y que había que ponerse del lado «de esta madre francesa, y no de la mujer extranjera»; se la despreció llamándola sucesivamente rusa, alemana, judía y polaca; se la tachó de ser una mujer extranjera llegada a París como una usurpadora para conseguir una elevada posición y reconocimiento de mala manera.
Ella se defendió como pudo. Publicó una carta en Le Temps advirtiendo de que tomaría acciones legales contra cualquiera que publicase escritos supuestamente suyos (la mujer de Langevin había conseguido las cartas que ella había mandado a su marido) y asegurando, desafiante, que no había hecho nada que la obligase a «sentirse disminuida».
Eso no hizo amainar el escándalo, que siguió creciendo: Paul Appell, decano de la Facultad de Ciencias de la Sorbona, promovió una campaña entre los profesores para pedir que Marie abandonase Francia (no tuvo éxito), y a finales del mismo noviembre otro periódico publicó largas fracciones de sus cartas. Marie se sintió mortificada.
Hay que destacar que en ningún momento esta ira mojigata se orientó hacia Langevin, que era, recordemos, el único casado en esta historia. Aquí la mala indiscutible era Marie, una devorahombres rompehogares que se atrevía a «hablar en nombre de la razón y de un ideal trascendente bajo el cual se esconde su monstruoso egoísmo», publicaron en L’Action Française.
En pleno caos, el segundo Nobel
Y en medio del follón, Curie ganó otro Nobel. En esta ocasión el de Química y en solitario por el descubrimiento del polonio y del radio, y el aislamiento y descripción de este último y sus propiedades (gracias, lord Kelvin). Era una gran noticia que, sin embargo, quedó eclipsada, o directamente fue ignorada, por el escándalo. La bola había crecido tanto que poco después del telegrama anunciando su premio, Marie recibió una carta del propio comité pidiéndole que se abstuviese de ir a buscarlo. «Si la Academia hubiese creído que las cartas podían ser auténticas, es muy probable que no le hubiese concedido el premio».
A punto estuvo de cumplir la petición. No debía tener la pobre Marie el cuerpo para fiestas en aquel momento. Pero dos cosas le hicieron aunar las fuerzas necesarias. La primera fue su seguridad en sí misma y en su valía profesional. Se merecía ese Nobel y lo sabía. La segunda fue una carta, recibida durante aquella época turbulenta, de un reciente amigo llamado Albert Einstein.
Curie y Einstein se habían conocido en aquel congreso celebrado justo mientras se desataba el escándalo, y la personalidad de ella había conmovido al físico. Enterado de la campaña desplegada contra ella por la prensa y la comunidad científica francesas, Einstein le escribió: «Siento la necesidad de decirle lo mucho que admiro su espíritu, su energía y su honradez. Me considero afortunado por haberla podido conocer personalmente […]. Si la chusma sigue ocupándose de usted, deje sencillamente de leer esas tonterías. Que se queden para las víboras para las que han sido fabricadas».
Así que Marie no se dejó amilanar ni siquiera por el comité de los Nobel y respondió a su petición de abstenerse de recoger su premio con un airoso «No, gracias». Fue a Estocolmo, recibió el Nobel y dio un discurso de agradecimiento dedicando el galardón a la memoria y el trabajo de Pierre Curie. Con un par.
El año que Marie Curie intentó no existir
Y ahí sí que ya no pudo más. Tras el escándalo y la decepción amorosa (el indigno de Langevin, oh, sorpresa, terminó volviendo con su esposa), Marie cayó en una profunda depresión que casi le costó la vida. Fue internada en un hospital con problemas de riñón, y operada poco después, pero el problema era más grave que eso porque lo que tenía en realidad era una alarmante falta de ganas de vivir, así que se negaba a comer. Mudó a sus hijas a otra casa porque la suya estaba siempre rodeada de gente que cotilleaba por sus ventanas, las dejó con una niñera y desapareció. No las vio en un año.
En 1912, Marie Curie no quería existir. Iba de una casa alquilada a otra dando nombres falsos. Ya había entrado en la historia y su persona se había convertido en personaje, pero ella no quiso durante meses ser ni una cosa ni la otra. Existir tras Pierre le había costado carísimo en aquella Francia machista, xenófoba y moralista, y necesitó tiempo para recuperarse de aquello.
Al final lo hizo, y en 1913 volvió a su laboratorio. Además de seguir con sus experimentos, Marie se dedicó a causas altruistas, como el diseño, construcción y conducción de camiones equipados con equipos de rayos X para atender a los heridos del ejército francés durante la Primera Guerra Mundial. Estos vehículos fueron conocidos como las Petit Curie (‘pequeñas Curie’). Incluso intentó vender sus medallas del Nobel para donarlas a la causa, pero el Banco de Francia no quiso aceptarlas.A partir de este momento, Marie recuperó su prestigio y todo fueron honores para ella, en Francia y en el extranjero. Aquella marabunta que la había insultado, acosado e intentado anularla la fue dejando tranquila y terminó reconociendo su aportación a la causa francesa durante la guerra y al avance científico después. Al fin y al cabo, ya le habían hecho pagar por sus horribles pecados.
.- extraído de la red
Del muro de
Comentarios
Publicar un comentario