Metro 2034.

Estamos en el año 2034. El mundo ha sido devastado. Apenas si quedan seres humanos con vida. Las ciudades están destruidas y la radiación las ha dejado inhabitables. Se dice que, fuera de ellas, se encuentran solamente interminables desiertos de tierra calcinada, y antiguos bosques que se han transformado en impenetrables espesuras. Pero nadie sabe muy bien lo que se esconde en ellos. La civilización ha desaparecido. Y el recuerdo que aún se conserva de las pasadas grandezas de la Humanidad se mezcla gradualmente con mitos y leyendas.

Han pasado veinte años desde que el último avión se elevó a los cielos. Las antiguas vías de tren, cubiertas de herrumbre, no llevan ya a ninguna parte. Y si sintonizáramos, aunque fuera un millón de veces, las antiguas frecuencias de radio en las que se retransmitía desde Nueva York, París, Tokio y Ciudad de México, no oiríamos nada más que un aullido solitario.

Han pasado más de veinte años desde que una cruel guerra sentenció nuestro destino. La Humanidad ha cedido a otras especies el señorío que en otro tiempo ejerció sobre el mundo. Especies nacidas de la radiación, mucho mejor adaptadas a la vida en este mundo nuevo...

La Era de la Humanidad ha terminado.

Pero los supervivientes no quieren aceptarlo. Unas pocas decenas de miles de humanos han sobrevivido, y no saben si en otra parte del mundo puede haber más, o si son los únicos que han sobrevivido en todo el planeta.Viven dentro de la antigua red de metro de Moscú, el refugio atómico más grande que jamás construyera la mano del hombre. El último refugio de la Humanidad.

Casi todos los supervivientes se hallaban en el metro aquel día. Y eso fue lo que les salvó la vida. Las puertas de seguridad herméticas de las estaciones los protegieron de la radiación y de las horribles criaturas que a partir de entonces fueron apareciendo en la superficie. Los viejos filtros les permitían purificar el aire y el agua. Los refugiados más hábiles construyeron dinamos con las que los habitantes de la red de metro obtienen ahora electricidad. Se alimentan de cerdos y champiñones que crían en granjas subterráneas. Los más pobres no tienen reparos en comer también ratas.

Hace tiempo que no existe ningún tipo de administración central. Las estaciones se han constituido en microestados. Sus habitantes se agrupan en torno a deologías, religiones y filtros de agua. O se unen simplemente para defenderse de ataques enemigos.

Es un mundo sin mañana. En él no tienen cabida los sueños, ni los proyectos ni las esperanzas. Los sentimientos han cedido su lugar a los instintos, y el más importante de éstos es la voluntad de supervivencia. A cualquier precio.

Dmitry Glukhovsky



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