UNA JOYA DE LA GRANADA NAZARÍ EN LA CORONA BRITÁNICA.



La corona colocada sobre el féretro de Isabel II está presidida en su frontal por una joya legendaria que pasó de la corte nazarí a la castellana, hasta acabar en manos inglesas tras la batalla de Nájera en 1367. Se trata del rubí del Príncipe Negro, que para empezar no es un rubí sino una espinela. La paradoja no hay que tomarla como un engaño en un intento de agrandar el valor de la gema, sino que obedece a algo tan sencillo como que no fue hasta finales del siglo XVIII cuando se depuró el sistema para diferenciar ambos minerales.

Hay que señalar que hay voces que sitúan el origen de esta espinela en una cruz medieval custodiada en el monasterio de Santa María la Real de Nájera, aunque su procedencia granadina es la históricamente asentada, avalada por cronistas de la época como el canciller Pero López de Ayala y expertos contemporáneos como Richard W. Hughes, una eminencia mundial en rubíes y zafiros, por no hablar de que es la versión que también postula la propia casa real británica.

Con sus 170 quilates y sus 5,08 centímetros, el rubí del Príncipe Negro es una de las espinelas rojas sin tallar más grandes del mundo. De forma irregular, durante la Edad Media fue perforado en uno de sus extremos para usarlo como colgante, cubriéndose posteriormente la abertura con un pequeño rubí. ¿Cómo llegó al tesoro real nazarí? Sobre eso sí que no hay referencias, aunque el sentido común apunta a que llegó tras hacer la Ruta de la Seda

Pero, ¿qué hace una piedra del tesoro real nazarí en la corona imperial británica?

Encontramos esta joya en el tesoro real nazarí a mediados del siglo XIV, en un momento de inestabilidad política para los señores de la Alhambra. Muhammad V gobierna la ciudad de la Alhambra desde 1354, aunque cinco años después tiene que salir huyendo (dice la leyenda que disfrazado de esclava) tras la rebelión de su hermanastro Ismail II, que no dura mucho en el trono: diez meses después es asesinado por su cuñado, que se proclama como Muhammad VI y es conocido como El Bermejo por aquello de que era pelirrojo. Estamos ya en 1360 y desde la marcha de Muhammad V, refugiado en Fez, Granada hierve en guerras civiles, que el fugitivo monarca reaviva con una alianza con Pedro I de Castilla.

Ante esta alianza, Muhammad VI rompe lazos con Castilla y se acerca a Pedro IV de Aragón, pese a lo cual va perdiendo en el conflicto incluso después del aparente distanciamiento entre Muhammad V y Pedro. Tras el amotinamiento de algunas ciudades del reino nazarí, el 13 de abril de 1362, el rey Bermejo entiende que es mejor poner pies en polvorosa con sus fieles, no sin antes cargar con buena parte del tesoro real granadino. Y como la política y la guerra dan muchas vueltas, acaba por plantarse en Sevilla para ganarse el favor del monarca castellano que era su enemigo y que tenía instalada su corte en el Alcázar sevillano.

Sin embargo, la cosa no le salió bien, y pese a que Pedro I le agasajó con una comida de bienvenida, en plena sobremesa descubrieron que todo era una trampa y tanto Muhammad VI como 37 de sus principales caballeros acabaron alanceados en Tablada, la gran explanada a las puertas de Sevilla en la que Fernando III montó su campamento para tomar la ciudad en 1248. Para teñir más de rojo el relato, habría sido el propio monarca castellano el que remató al Bermejo, cuya cabeza envió a su aliado Muhammad V aposentado en la Alhambra solo tres días después de la marcha de su desdichado enemigo.

Cuenta Pero López de Ayala en su crónica de Pedro I que al registrar a Muhammad VI afloraron “tres piedras balajes”, una de las cuales sería nuestra gema. El nombre ya da una pista, porque la espinela es conocida como rubí balaje, que deriva de balaj, el gentilicio de Badajshán, una zona a caballo entre Afganistán y Tayikistán famosa por unos yacimientos de piedras preciosas (sobre todo rubíes) que abastecían a las casas reinantes europeas. La leyenda, eso sí, ubica el origen del rubí del Príncipe Negro en las mismísimas minas del rey Salomón, aunque varias fuentes apuntan a que en realidad se extrajo en Kuh-i-Lal, en lo que hoy es Tayikistán.

Una vez ubicada ya la joya en Sevilla y en manos castellanas; ahora solo falta continuar el hilo que lleve a la joya hasta Inglaterra, lo que nos sitúa en el contexto de un Pedro I de Castilla que libra su propia guerra civil contra su hermanastro, Enrique de Trastámara, el futuro Enrique II. Eduardo de Woodstock (llamado el Príncipe Negro por el color de la armadura que llevaba), príncipe de Gales que no llegó a reinar al morir un año antes que su padre, era señor de Aquitania y uno de los combatientes más renombrados de lo que se daría en llamar la Guerra de los Cien Años entre ingleses y franceses, lo que no impidió que bajase a la Península Ibérica a defender la causa de Pedro I... a cambio de una buena recompensa.

Todos estos personajes confluyen en la batalla de Nájera de 1367, en la que Pedro I se impone a su hermanastro, que contaba con ayuda gala como aliado que era de Carlos V de Francia. Parece que la victoria fue también el fin de la relación del rey castellano con el Príncipe Negro, al que no le abonó lo acordado y se tuvo que conformar con una exigua paga que incluía piedras preciosas, entre las que estaría el famoso rubí. Eduardo de Woodstock abandonó arruinado la Península Ibérica, y sin la ayuda inglesa, Pedro I solo pudo sostener su trono un par de años. Muy delicado de salud, el señor de Aquitania dejó la guerra también en Francia y embarcó rumbo a Inglaterra con su espinela granadina a cuestas, para morir en el palacio de Westminster en 1376.

En tierras británicas ha tenido una vida azarosa, acudiendo por ejemplo varias veces a la guerra en coronas que portaban los monarcas. Tras alguna que otra victoria casi milagrosa, la leyenda de que confería un poder poco menos que imbatible pasó a mejor vida junto a Ricardo III, que murió en la batalla de Bosworth (1485) pese a portar el rubí. Ha estado en manos de monarcas de las casas Plantagenet, Lancaster, York, Tudor y Estuardo, y también se las ingenió para sobrevivir a revueltas, incendios e intentos de robo. A buen recaudo en la Torre de Londres junto al resto de joyas reales, volvió a la primera línea en la pieza forjada para coronar en 1838 a la reina Victoria, la última monarca de la casa Hannover.

Es la misma que lució Isabel II en su entronización en 1953 y con la que en su momento saldrá Carlos III de la abadía de Westminster una vez haya sido coronado.

Fuente: artículo de Antonio Morente en  elDiario.es



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