Mastercard.

Tengo bolsos grandes del tamaño de un Nissan Micra, pequeños en los que no cabe ni aire, bolsos con mis iniciales, bolsos que pertenecieron a “vete tú a saber quién”, tengo bolsos que jamás uso y uno con el que me enterrarán.

Y zapatos.

Amarillos, rojos, dorados, con tachuelas de punkarra que juegan a ser de princesa y bailarinas con las que me pateo Madrid como si fuese descalza por casa. Botas, botines... tacones de 15 cm que no necesito.

Más anillos que dedos.

Más collares que cuello.

Tengo perfumes y 35 pintalabios rojos (ya vamos por los cuarenta y tantos).

Tengo bufandas y abrigos de piel.

Tengo cremas de magnolia con lima, geles con extractos de lavanda para la noche y con cítricos que activan mi día.

Champús sin parabenos y con ellos, serum para las puntas que se abren y autobronceadores para disimular mis inviernos sin sol.

Y cada vez que he necesitado un cuidado, cada vez que he necesitado sentirme bonita, cada vez que mis ojos no brillan como a mi me gusta que brillen he tenido el mejor de los remedios en una sola llamada. Esa que haces a quien sabes que siempre tiene un abrazo guardado para ti en la recámara. Esa conversación con la que para su tiempo, y te lo dedica.

Quien te acompaña a estar sola mientras busca el momento preciso para colarte entre tus rendijas una carcajada.

Juega a ser feliz con ellos cuando la cosas no van como quieres.

Y organiza una fiesta para celebrar cuando todo se solucione.

Y déjales mensajes guardados que le recuerden que sin ellos tú, no.

Es la belleza de otros la que de verdad está en tu interior.

Luego, para el resto, está lo que se puede comprar

Ana Milán


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