LA CAMA DE LOS PADRES.

 


La cama de los padres tiene un imán, y acá para mí, (nadie me convence de lo contrario) tiene una magia, somnífero, un polvo misterioso de amor impregnado en las almohadas, que hace que los niños se duerman inmediatamente, y que la peor de las pesadillas, el más tenebroso terror nocturno, huya a siete pies.

En la cama de los padres, el último refugio de los miedos, la paz es absoluta y total.

Ahí llegan agotados y perdedores, llevados por sus padres o por su propio pie, todos sudados y asustados.

Donde caen como moscas a dormir tranquilos.

Los padres fingen que les importa, a la mañana siguiente: 

«¡Fuiste a nuestra cama otra vez!, ¿Cuándo es que aprenderás a superar los miedos y a dormir solo?, ¡Tienes que crecer!». 

Pero ni miran a los ojos de los hijos cuando dicen estas cosas, con miedo de que descubran que en ese breve regreso al nido, a la cuna inicial, los padres se llenan de amor y ternura y también ellos se escudan en sus inquietudes.

Un cuello caliente. Una manita gordita en nuestro pelo. 

Un pie de regreso a la costilla de la madre. 

La respiración tranquila en la funda compartida.

El deseo secreto de que el nido quede así para siempre y que la mañana... tarde mucho en llegar.

El polvo misterioso de amor de las almohadas preserva para siempre estas excursiones nocturnas de mimo, que no son más que un inteligente presagio, de una nostalgia inmensa, de los mejores días de esta vida.

Rita Hierro Rodríguez.


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