"Mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme".
"Mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme".
Poco antes de cumplir ocho años de edad Gabriel García Márquez aprendió de su abuelo materno, el coronel Nicolás Márquez, que eran un símbolo de la buena suerte. Tres décadas después, pariendo los capítulos finales de Cien años de soledad en medio de una crisis económica, lo único que nunca faltaba en su escritorio, además de su máquina de escribir eléctrica Smith Corona, era un ramo de rosas amarillas que su esposa Mercedes Barcha renovaba cada tanto tiempo como un incentivo para la inspiración.
Aquella flor se había convertido en el amuleto que alentaba la persistencia de la belleza frente a los malos presagios. “Nada hay más bello en este mundo que una mujer bella”, le dijo Gabo al periodista Darío Arizmendi en 1982, por los días en que recibió el Premio Nobel de Literatura, “de manera que el gran conjuro de todos los males sería una mujer bella, pero como uno no la puede poner en un florero, ni colgarla del ojal, entonces lo más bello, después de una mujer bella, es una flor amarilla”.
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