Mejor imposible.


 "Puede que yo sea la única persona sobre la faz de la tierra que sepa que eres la mujer más fantástica de la tierra. Puede que yo sea el único que aprecie lo asombrosa que eres en cada una de las cosas que haces y en cómo eres con Spencer... Spens, y en cada uno de los pensamientos que tienes y en como dices lo que quieres decir y en como casi siempre quieres decir algo que tiene que ver con ser sincero y bueno. Y creo que la mayoría de la gente se pierde eso de ti y yo les observo preguntándome como pueden verte traerles su comida y limpiar sus mesas y no captar que acaban de conocer a la mujer más maravillosa que existe. Y el hecho de que yo si lo capte me hace sentir bien conmigo mismo"

"Tengo un cumplido realmente estupendo para ti. Y es cierto.... Tengo una dolencia. Mi médico, un psiquiatra al que solía ir continuamente, dice que en el 50 ó 60% de los casos una pastilla ayuda mucho. Yo las odio, son muy peligrosas, un odio. Mi cumplido es que aquella noche, cuando viniste a casa y me dijiste…., bueno, vale, estabas allí, ya sabes lo que dijiste, bien, mi cumplido para ti es que por la mañana empecé a tomar las pastillas”.
"Tú haces que quiera ser mejor persona..."... "Puede que sea el mejor cumplido de toda mi vida".
Estas frases pertenece a una película que conviene ver por prescripción facultativa: "MEJOR... IMPOSIBLE" (As Good As It Gets, James L. Brooks, 1997). Y hay dos razones poderosas por la que "Mejor...imposible", melodrama con altas dosis de comedia negra, se eleva muy por encima de propuestas similares en tono y ambición: su guión de hierro y su reparto sin fisuras.
El guión, escrito al alimón por Brooks y Mark Andrus, que era el autor de la historia original, se zambulle con una lucidez inusitada en las vidas de tres personajes muy diferentes, que en realidad son un cuarteto o quinteto: presidido por Melvin Udall, un escritor que convive con su estado obsesivo-compulsivo de libro y se comporta como un ermitaño cascarrabias (Jack Nicholson), Carol Connelly, la única camarera que le atiende sin huir (Helen Hunt) y que vive pendiente de su hijo asmático Spencer, y Simon Bishop, el vecino homosexual y pintor de profesión (Greg Kinnear) con su perrito Verdell, de raza Grifón Bruselas. Los tres protagonistas comparten una problemática en común, piedra de toque de las neurosis con las que conviven: la falta de una figura paterna apreciada en sus vidas y vidas con doloroso pasado y presente confuso.
Melvin es el Jack Nicholson más desatado en mucho tiempo. Un papel expresamente creado para él, en el que el genio muchas veces incomprendido de Nicholson se siente como pez en el agua. Sólo un actor de su inmenso talento podía dar vida a un individuo misántropo, racista, xenófobo y homófobo, con un trastorno de personalidad que dice lo primero que se la pasa por la cabeza, verdaderos "sincericidios”, es decir homicidios de sinceridad que son formas de sadismo, de ataque al otro, por las dificultades para ponerse en el lugar del otro (lindezas como "Para escribir sobre mujeres, pienso en un hombre y le quito la sensatez y la responsabilidad” o "Todos vamos a morir, por lo que oí, tu hijo también”). Son paradigmáticos sus actos y rituales obsesivos y compulsivos, como evitar pisar las líneas de los baldosines, lavarse las manos frenéticamente, utilizar utensilios desechables, contar las veces que cierra los cerrojos, prender y apagar la luz un número justo de veces, etc. Y así nos demuestra Melvin lo que Freud denomina “la religión privada”, donde el pensamiento es “si no hago tal cosa (prender y apagar la luz 5 veces, por ejemplo) sobrevendrá una desgracia” y donde la lista de desgracias posibles es enorme.
Lo impresionante es que ni Helen Hunt ni Greg Kinnear deslucen ante la fuerza interpretativa de Nicholson, en un trío interpretativo de tres personajes dispares, que tras odiarse llegan a unirse y a amarse. ¿Cómo se consigue?: con una buena dirección de actores y con un guión precioso y preciso, una joya que uno más aprecia cuanto más se ve. Y uno piensa, como en el título de la película: mejor...imposible. Y allí esta Carol, esta madre soltera al límite del cansancio y la desesperación, que convive con la enfermedad de su hijo (un asma mal controlado que le obliga a acudir repetidamente a Urgencias en las crisis agudas) y con un sistema sanitario lleno de deficiencias cuando no se tiene dinero para pagarlo, en lo que es una crítica brutal a esa incoherencia capitalista que es el sistema sanitario norteamericano (es digno de recordar la escena de Carol y su madre cuando llega un médico privado a su casa y les regala la atención y los medicamentos, toda una aparente paradoja en una país que se autodenomina la primera potencia mundial). Y también en la historia encontramos a Simon, el pintor homosexual en el que conviven el patetismo con la reconciliación, el orgullo con el amor fraternal, el perdón con la aceptación.
Como dijimos, tres historias que rondan alrededor de la falta de un figura paterna. Recordemos que a Melvin el padre le pegaba con una regla cada vez que se equivocaba una nota en el piano. Que a Simon, cuando el padre lo descubre observando extasiado el cuerpo desnudo de la madre, copiándola en sus dibujos, lo golpea hasta dejarlo inconsciente y luego le da dinero para que no vuelva nunca más. Y que Carol no tiene padre y su hijo, Spencer, tampoco tiene padre, figuras tan ausentes como innombradas. Y Brooks narra todo lo anterior con una convicción y ritmo desarmante, sin aspavientos y apoyándose en la sobria fotografía del siempre eficaz John Bailey, y la elegante música de un Hans Zimmer muy inspirado.
Una película inolvidable, en lo que uno cree que nada falta ni nada sobra. Y algo sí pasa con esta película: que nos hace ser mejores personas. Y películas así deberían prescribirse por prescripción facultativa, pues en ella nos enfrenta, al menos, a varias entidades sanitarias de interés: el trastorno obsesivo-compulsivo, el asma infantil, el sistema sanitario... y la importancia de una buena estructura familiar para salir adelante.
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