LOS COMPAÑEROS.



La vida es una dimensión llena de mensajes nada crípticos, tan claros a veces como una señal de dirección obligatoria.
Atendí aquella mañana a dos personas de las que llevan consigo sin hacer alarde, el encanto de la autenticidad y un aviso para navegantes escépticos frente a la vejez y sus servidumbres.
El apareció sin cita previa, con un atuendo tan impecable como un patrón de barco festivo y no supe muy bien en qué podía yo ayudar a un hombre mayor pero con absoluta autonomía.
Al ir desbrozando durante la charla y poco a poco su demanda, me contó lo siguiente.
- Mira María, yo estoy bien de salud. Tengo 77 años pero salvo un pequeño problema de visión, me manejo. Vivo solo y estaba pensando irme a una residencia de mayores.
Ante mi sorpresa por esa decisión, se explica:
- Realmente mi problema más grave es que estoy solo, muy solo.
Mi mujer falleció hace once meses y estuvimos juntos cincuenta años, más siete de novios.
No me hallo sin ella, ¿sabes? Sé hacer todas las cosas de la casa; no tuvimos hijos y ambos trabajábamos, así que yo aprendí a cocinar y a llevar una casa por completo.
Una vecina a la que tú atendiste me dio tu nombre. Y me dijo que tú me escucharías.
Ante mi cara de sorpresa, me aclara:
- Quiero decir, que no vengo a robarte tu tiempo, pero es que, perdona que te cuente esto, no quiero vivir así. La echo mucho de menos. Fue una compañera extraordinaria, extraordinaria, y recalca la palabra. Tenía sus cosas como todo el mundo pero nunca tuvimos grandes fricciones. Era profesora y yo la admiraba en su dedicación. La admiraba mucho como profesional y ser humano.
Tengo una sensación constante de vacío en el estómago, como si hiciera días que no como.
Mi pensión es amplia y cubre todo lo que necesito; el dinero no es un problema, afortunadamente.
Sólo quiero saber si hay alguna manera de no estar solo, tan solo.
Los días se me hacen un mundo, y no quiero despertar sin ella con un nudo en la tripa y ausencia en los brazos.
En este momento llora; hablamos del duelo, del tiempo que conlleva, de los caminos posibles para no estar tan solo y al salir me cuenta dos cosas:
- Yo he sido muy afortunado encontrando a mi mujer para compartir mi vida. He tenido mucha suerte, de verdad, la de la lotería del buen amor.
Y sigo teniendo suerte. Hoy he tenido a una persona que me ha escuchado con calma y me ha entendido. Y eso lo necesito mucho.
Me ha dado la mano, formal como caballero inglés y le he visto alejarse mientras otra mujer vestida de negro de los pies a la cabeza, con bastón y con unas rodillas tan juntas que casi le impedían moverse, ha entrado al despacho sin darme casi tiempo para acomodarme y me ha soltado sin coger aire, con urgencia:
-Hola, buenos días. Miré usted. Yo vengo a solicitar "la ley de la dependencia" porque quiero irme a una residencia. Mi marido ha fallecido hace poco y no quiero molestar a mis hijos.
Fue un gran compañero, dice alargando mucho las vocales y con bastante aplomo. Un gran hombre.
Y mi vida, a mis ochenta y cinco, ya no es la misma sin él.
Usted no lo entenderá porque aún es joven, pero se me ha roto el corazón, suelta sin una lágrima y mirándome fijamente.
Dice todo veloz, de la forma en que expresamos las ideas que llevamos pensadas mucho tiempo y salen al final a borbotones y golpes de impaciencia explicativa.
Asiento, asiento. La entiendo, he dicho. Creo que la entiendo hasta donde me permite la empatía.
La entendía a ella y me quedó claro que si la vida es algo es acompañarnos.
Acompañarnos bien.
Querernos.
Querernos bien.
Esa es la huella que dejamos las personas, la indeleble, la que perdura; ser buenas compañeras de camino.
Y poco más. (Maria Sabroso)

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