Lluvia para un florero.
“Había una vez un hombre como todos los hombres. A él también le habían enseñado a no llorar, a no resbalar, a no caer. Le habían enseñado a ser Napoleón en las guerras y Alejandro Magno en los imperios. Antes de todo eso le habían enseñado a ser Adán en el paraíso, Moisés en el Mar Rojo, Salomón en los palacios y Julio César en Cleopatra. Antes o después de todo eso, le habían enseñado a ser el rey en Blanca Nieves, el Príncipe en la Cenicienta y el leñador en Caperucita. Más o menos antes o más o menos después le habían enseñado a ser práctico en los tres cerditos, Sandokan en la Malasia, Tarzán en la selva y el Llanero Solitario en el Lejano Oeste. Todo eso lo había aprendido con sobresalientes en los cuadernos, en la calle y en las sábanas. Lo había aprendido sin nunca llorar ni volver atrás ni perder los pantalones. Un día se cansó de tantos rugidos y de tantas estrategias y pensó que cambiaría un triunfo en Waterloo por la conquista diaria de un mismo abrazo. Al fin de cuentas cualquiera sabe que los hombres vuelven siempre de las grandes batallas o de batallas menores, sin botones en ninguna parte y con dobladillos descosidos que después tienen que mandar a coser. Cualquiera sabe que además de no llorar, los hombres no cosen botones ni dobladillos. Ese día pensó que pasaría si cambiara el mandar por el hacer, lo aprendido por el descubrir, los siempre por los tal vez. Qué pasaría si cambiase el no llorar por el llorar aunque eligiera no llorar por cualquier cosa. En tren de cambiar, pensó que cambiaría el caminar por el Mar Rojo con las aguas abriéndose a su paso, por cruzar a nado a la otra orilla del amor aunque llegara con el corazón en la boca. A la Reina de Saba la cambiaría por una mujer sin tantos velos y a Cleopatra por una mujer que mirara de frente aunque de vez en cuando bajara los ojos. La casa del cerdito Práctico la cambiaría por una casa hecha ladrillo a ladrillo con una mujer absolutamente imperfecta pero que supiera soñar y comprendiera las diferencias entre la cal y la arena. Entre la plomada y el nivel. Todas sus conquistas en el Lejano Oeste las cambiaría por una mujer del Cercano Sur que aprendiera con él las cosas que él tampoco sabe. Ese día pensó que sería fantástico encontrar una mujer que fuera todas esas mujeres. Que no anduviera siempre queriendo ser paño de lágrimas ni tuviera siempre una aguja enhebrada con hilo blanco para zurcir heridas. Un hombre así no necesita una señorita de San Nicolás que sepa casarse, coser y bordar. Un hombre así necesita una mujer que sepa abrir las puertas y las ventanas para jugar a todos los juegos de la vida. Él daría todo su reino por una mujer así. Al fin de cuentas, un hombre así y una mujer así, no necesita reinos.”
(Un hombre así / Lluvia para un florero / Lía Schenck)
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