La suerte.
En un pueblo había un hombre inmensamente rico, tenía un trabajador a quien le advertía su precaria situación económica, y no hacía algo por mejorarlo.
Una noche, cuando terminó una fiesta donde el trabajador ayudó a servir, el patrón lo llamó para platicar con él mientras le invitaba una copa.
—Ya me cansé de ser rico —dijo el patrón—, mañana quiero que me acompañes al monte, donde me he entrevistado con mi "suerte", y ahí mismo recibo su ayuda.
—¿Su qué? —intervino el trabajador.
-Mi suerte. Te presentaré con ella para que de aquí en adelante ahora te ayude a ti.
El trabajador no entendía de qué le hablaba su patrón, pero como siempre, obedeció sus órdenes.
Al día siguiente, amaneciendo, salió el trabajador con su patrón, rumbo al monte. Llegaron cerca de un río, donde había un árbol frondoso, y el patrón grito:
—¡Suerte!, ¡suerte!
El patrón miró hacia una colina, de donde bajó un caballo blanco, lo montaba una hermosa mujer de edad mediana, cabello largo, llevaba arrancadas y cadena de oro. Calzaba unas botas brillantes y tenía un cinturón de plata.
El caballo pausó su paso y la mujer habló al patrón:
—¿Qué se te ofrece?, ¿cuánto necesitas?
—No necesito nada, ya no quiero que me ayudes. Te pido que ahora ayudes a mi trabajador.
El trabajador miró sorprendido a su patrón y luego dirigió su vista hacia la bella mujer, esperando respuesta.
—Te seguiré ayudando hasta que yo quiera. A tu trabajador lo ayudará su suerte, que venga solo y aquí mismo que le grite.
Después de decir esto, la mujer se alejó montada en su caballo.
El patrón se despidió del trabajador y lo dejó solo junto al río. Cuando el patrón iba lo bastante lejos, el hombre humilde y trabajador, comenzó a gritar:
—¡Suerte!, ¡suerte!
Miró hacia la colina esperando que apareciera una hermosa dama, rica y generosa... pero nadie asomaba.
Insistió gritando:
—¡Suerte!, ¡suerte!
Y se escuchó una voz cansada detrás de él:
—Ya te oí, no estoy sorda —dijo una anciana mal vestida y sucia, quien caminaba con dificultad.
El trabajador la miró sorprendido.
—¿Qué quieres?, ¿por qué me molestas? —dijo la señora.
—¿Tú eres mi suerte? —preguntó incrédulo el hombre.
—Pues por eso salí, porque me hablaste.
—Ayúdame —dijo el trabajador—, dame riqueza.
—¿Qué riqueza quieres de mí?, ¿no ves cómo ando? —dijo la mujer—. Deberías ayudarme tú a mí, que todavía estás fuerte y puedes trabajar, dame siquiera para un jabón, ya quiero lavar mis ropas.
El trabajador miró detenidamente a la mujer, y por su mente se manifestaban interrogantes, deducciones, pensamientos de inconformidad, de entendimiento. Metió la mano a su bolsa, sacó unas monedas, se las entregó a la señora y se fue sin decir más.
—Trabaja mucho, aprovecha tus fuerzas —le dijo la mujer—, el tiempo vuela, cuando te des cuenta, ya no podrás hacer mucho por ti. De mí olvídate, ahi como quiera la iré pasando.
Durante varios días el patrón estuvo esperando a su trabajador y hasta lo fue a buscar a su casa, nadie le daba razón de él. El hombre se fue a otras tierras, a forjarse su camino, a labrar su propia suerte. Lo único que tenía eran sus brazos fuertes todavía; lo que sabía hacer era trabajar... eso seguiría haciendo, pero en un lugar donde encontrara mejores frutos, los que lograría con su sacrificio, sin confiar en que algo extraordinario ocurriría en su vida, sin hacer nada diferente...
Andrés Ortiz Pantaleón.
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