83 años en Colliure.
Antonio Machado murió pasadas las tres de la tarde, un Miércoles de Ceniza, el día 22 de febrero de 1939, en la pequeña localidad costera de Colliure, al sur de Francia. Había traído consigo una pequeña cajita de madera con tierra que había recogido antes de cruzar la frontera y una tarde, hablando con la dueña de la pensión que lo acogió a él y a su familia, le dijo:
-Es tierra de España. Si muero en este pueblo, quiero que me entierren con ella.
Su hermano José y su cuñada Matea cumplieron su deseo, y en el ataúd, junto al traje en el que fue amortajado, vertieron la tierra que el poeta había traído consigo. Tres días después murió su madre, doña Ana Ruiz. Y cuando la noticia llegó a España hasta los periódicos franquistas se hicieron eco de la noticia y pontificaron la hondura literaria del autor de Campos de Castilla. Aquellos días, en Londres, el periódico The Times publicó una necrológica donde subrayaba: "A diferencia de muchos intelectuales, quienes, habiendo abrazado al principio la República, transfirieron poco a poco sus simpatías a los nacionalistas, Machado siguió fiel a la causa republicana hasta el final".
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo, ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
(Soledades)
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Tres años duró el último de los viajes del poeta desde que tuvo que salir de Madrid a finales del 36, hasta el día de su muerte.
Llegó aniquilado de guerra a la frontera, prófugo de las bombas, los aviones y sus sirenas, las metralletas y los asesinos a sueldo del franquismo, y unos cuantos kilómetros más allá de su España, en la población de Collioure, Francia, comenzó a anotar los días que le iban quedando de vida. En la pensión de Bougnol, donde la señora Quintana lo alojó en la menos modesta de sus habitaciones junto a su madre, doña Ana Ruiz, Antonio Machado alcanzó a sugerir que pagaría su cuenta con un poema si se lo recibían, pues no tenía ni una peseta.
Ese, su último viaje, se había iniciado dos años y medio antes, a finales del 36, cuando a su casa de Madrid, ubicada en la calle General Arrando 4, llegó Rafael Alberti a pedirle, a rogarle que se marchara porque los nacionalistas habían comenzado a sitiar la ciudad, y pronto empezarían los bombardeos. La guerra había transformado a Machado, que sentía un impulso impostergable de escribir, de decir cosas y denunciar. Así, tocado y herido por el horror que veía y escuchaba, le escribió un poema a Federico García Lorca, brutalmente asesinado un año antes.
Se le vio, caminando entre fusiles, por una calle larga,
salir al campo frío,
aún con estrellas de la madrugada.
Mataron a Federico
cuando la luz asomaba.
El pelotón de verdugos
no osó mirarle la cara.
Todos cerraron los ojos;
rezaron: ¡ni Dios te salva!
Muerto cayó Federico
sangre en la frente y plomo en las entrañas
…Que fue en Granada el crimen
¿sabed? ¡pobre Granada! En su Granada.
Así, caminando él también entre fusiles, se marchó de Madrid. Pese a que en un principio le había respondido a Alberti: “Pero no creo yo que haya llegado el momento de abandonar la capital”, la situación se tornó poco menos que imposible para él, sus amigos, sus ideas y la República. Se lo llevaron a Valencia, con su madre y sus hermanos, a una casona que desde entonces empezó a llamarse la Casa de la Cultura. Unos días más tarde lo trasladaron a la hacienda de Villa Amparo, en Rocafort, donde iban sus amigos, conocidos y hasta detractores a visitarlo. Allí escribió varios poemas, siempre en el comedor. Poemas de vida o de amor a Guiomar, la mujer a la que jamás dejó de invocar.
El poeta Pla y Beltrán recordaría luego que “se quedaba todas las noches ante su mesa de trabajo y, como de costumbre, rodeado de libros. Metido en su gabán desafiaba el frío escribiendo hasta las primeras horas del amanecer, en que abría el gran ventanal para ver la salida del Sol, en otras ocasiones, y a pesar de estar cada día menos ágil, subía a lo alto de la torre para verlo despertar allá lejos, sobre el horizonte del mar”. Pocas veces salió de Villa Amparo. En una ocasión pronunció un enérgico discurso a favor de las libertades en la plaza Castelar de Valencia, y en otra, septiembre del 37, se reunió con unos cuantos escritores en el II Congreso Internacional Literario. Hubo quienes recordarían que allí conversó con Bertold Brecht, Hemingway, César Vallejo, John Dos Passos, Tristan Tzara, Octavio Paz, Neruda y Hermann Hesse.
Siete meses después los ejércitos nacionalistas cortaron el más importante reducto republicano. El gobierno se mudó a Barcelona. “Con él —recordaría Pablo Corbalán— marcharon casi todos los intelectuales refugiados en Valencia, y entre ellos don Antonio Machado. La guerra estaba decidiéndose en los campos de batalla, aunque todavía faltaban por producirse los grandes combates del Ebro. Machado, en esta segunda etapa de su itinerario bélico, había empeorado de salud”.
Adelgazó. Sus ojos ya no brillaban. “Tengo la certeza de que el extranjero significaría mi muerte”, le había dicho a Pla y Beltrán. Una tarde recibió un telegrama de Barcelona urgiéndole a abandonar Rocafort. Al día siguiente, al atardecer, los Machado llegaban al hotel Majestic, desde donde partieron dos semanas después hacia una residencia en el paseo de San Gervasio, Barcelona, propiedad de la duquesa de Moragas.
En enero del 39, la muerte y la guerra ya se habían tomado las calles catalanas. Machado tuvo que huir hacia la frontera. “Realmente —escribió su hermano José— venía herido de muerte del fatal éxodo... Su grandeza espiritual se sobrepuso a tantas fatigas espirituales y corporales con la resignación de un verdadero santo”. Una tarde le dijo en tono casi inaudible a su hermano: “¡Quién pudiera vivir ahí tras una de esas ventanas, libre ya de toda preocupación!”. Fue su última salida. Casi que sus últimas palabras. El 18 de febrero se postró en una cama, con síntomas de neumonía y complicaciones varias. Ya sin entender para qué la vida, o por qué la muerte, repetía con los ojos cerrados, delirante, “Merci, madame; mercí, madame”, mientras le tomaba la mano a la señora Quintana. El 22 de febrero, poco antes del mediodía, le dijo “adiós, madre” a doña Ana. Por la noche su hermano encontró en uno de los bolsillos de su gabán unos cuantos papeles escritos y arrugados en los que recordaba a Guiomar. En el último decía: “Estos días azules y este sol de la infancia”.
FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
El Espectador
(redifusión)
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