Tragedia navideña.
Henry Clithering rompió de pronto el silencio de la sala:
–¡Debo presentar una queja!
Los demás dieron un pequeño respingo en sus asientos. El coronel Bantry frunció el entrecejo. Su esposa apartó un momento el catálogo de bulbos que hojeaba. El doctor Lloyd se encontraba admirando a la hermosa actriz Jane Helier, quien contemplaba sus uñas rojas perfectamente esmaltadas.
La señorita Marplese encontraba sentada y muy erguida. Fue la primera en hablar:
–¿Una queja? ¿Qué clase de queja?
–Pues una queja muy seria –insistió el señor Clithering–. En esta sala somos seis personas, tres hombres y tres mujeres. Los hombres hemos contado relatos y las mujeres aún no se han pronunciado. Deberían contar también algún relato como el nuestro.
–¡Vaya! –suspiró la señora Bantry–. ¿No te parece suficiente con escuchar con atención? Creo que ya hemos cumplido…
–Es una buena excusa, lo reconozco –apuntilló el señor Henry Clithering–. Pero creo que no es suficiente. Y puesto que empezaste, debes continuar… ¡adelante!
–¡Pero si yono tengo nada que contar! –dijo la señora Bantry–. Nunca me vi rodeada de sangre ni misterios.
–Bueno, tampoco tiene por qué tratarse de nada sangriento –dijo Henry–, aunque estoy seguro de que alguna esconde algún misterio. Por ejemplo usted, señorita Marple… cuéntenos alguna de sus historias…
–No se crea usted, señor Clithering… tampoco recuerdo muchas historias. Bueno, ahora que lo dice, sí que recuerdo una, y además fue una auténtica tragedia. Voy a intentar recordar todo lo que pasó ya que además me vi involucrada. Deben perdonarme si cuento mal la historia…
–Adelante, adelante, estamos deseando escuchar –dijo Henry entusiasmado.
–Pues bien– continuó la señorita Marple –todo ocurrió en un hidro…
–¡En un hidroavión! –interrumpió Jane con los ojos muy abiertos.
–No, querida, en un hidrotermal, un balneario –dijo la señorita Marple.
–¡Oh! ¡Qué lugares tan horribles! –dijo entonces el coronel Bantry–. Hay que levantarse temprano para beber un vaso de agua que sabe a demonios y hay montones de ancianas sentadas por todas partes intercambiando a cada momento endiabladas habladurías…
–Pues sí, señor Bantry –dijo entonces la señorita Marple–. Yo misma…
–Oh, no quise decir eso –se disculpó el coronel.
–No, no, si es cierto. Habladurías y escándalos. De todo eso se habla constantemente. De hecho, muchas de estas mujeres (según los jóvenes, ‘ociosas’), disponen de mucho tiempo y mucho interés en dedicarlo a los demás. Observan y se convierten en auténticas expertas… Aunque debo confesar que a mí muchas veces también me han herido comentarios hechos sin pensar. Pero a veces estos juicios son necesarios.
Por ejemplo, yo misma tuve a una doncella a la que enseguida ‘calé’ y antes de que sucediera lo peor, la despedí, escribiendo una carta negativa para que ninguna de mis amistades la contratara. Mi sobrino pensó que era una maldad por mi parte, pero gracias a eso libré a muchas de mis amigas de una ladronzuela, como luego se comprobó cuando entró a servir a otra casa. En fin… tal vez penséis que todo esto no tiene nada que ver con el relato del balneario Keston Spa, en donde sucede lo que os voy a contar, pero en cierto modo todo tiene relación. Por ejemplo, explica por qué yo no tuve la menor duda de que al ver juntos a los Sanders, supe al instante que él quería deshacerse de ella.
–¿Cómo dice? –exclamó Henry incorporándose.
–El señor Sanders era un hombre corpulento, atractivo, franco en su trato y muy popular entre todos. Era muy amable con su esposa, pero yo estaba totalmente segura de que en el fondo quería deshacerse de ella. Ya sé que pensáis que no tenía ninguna prueba, pero tampoco las tenía con Walter Hones, y una noche de paseo, ella se cayó al río y después él cobró el dinero del seguro. y poco antes yo le había recomendado a la señora Hones que no se fuera con su marido al viaje a Suiza… Yo conocí a los Sanders en un tranvía. Estaba lleno y tuve que subir al piso superior. Ellos también subieron. Entonces él pareció perder el equilibrio, se resbaló en la escalera y lanzó a su mujer hacia abajo. Ella cayó hacia atrás. Menos mal que el revisor estuvo atento y pudo sostenerla..
–Pero eso pudo ser un accidente –dijo entonces Jane.
–Bueno, claro que sí. Se trató de un accidente… de alguien que es marine y está acostumbrado a los vaivenes y pierde casualmente el equilibrio en una escalera de tranvía… Pero ¿qué podía hacer yo? ¿Avisar a una jovencita felizmente casada de que su marido no tardaría en asesinarla? Ella estaba enamorada, así que no serviría de nada. Tampoco tenía pruebas para ir a la policía… Así que opté por averiguarlo todo acerca de ellos. Gladys, que así se llama nuestra protagonista, me contó que llevaban poco tiempo casados y que no se encontraban en un buen momento económico. Su marido heredaría unos bienes, pero de momento no tenía nada. Así que vivían de la pequeña renta de ella. Ellos hicieron testamento al casarse, uno a favor del otro. ¡Conmovedor! Tenían una habitación en el piso más alto, en un lugar poco seguro pero con una escalera de incendios delante de la ventana. Me informé de si tenían balcón. ¡Son tan peligroso los balcones! Un empujoncito y… Así que le hice prometerme a ella que no se asomaría al balcón, que había tenido un sueño y que era mejor que no lo hiciera… Aún así estaba muy preocupada. ¿Cómo impedir que él la asesinara en el balneario? ¡Tenía que tenderle una trampa! Debía propiciar un asesinato hacia su esposa para desenmascararlo y conseguir las pruebas necesarias…
–¡Me deja usted sin habla! –dijo el doctor Lloyd–. ¿Qué plan ideó usted?
–No me dio tiempo. El hombre era demasiado inteligente. Imaginó que iba a tenderle una trampa y actuó. Cometió el crimen. –Todos guardaron un profundo silencio–. Sí, yo también me siento fatal. Siempre me quedará la sensación de que no hice lo suficiente para impedirlo. Además, sucedió en Navidad… Fue un cúmulo de tragedias encadenadas. Cuatro días antes de Navidad, murió el jefe de porteros de una bronquitis. Y un día después, una joven doncella. Se le infectó un dedo y… Y allí estábamos en una sala hablando mientras tejíamos la señorita Tropelle, la anciana señora Carpenter y yo. Y esta última se mostraba muy pesimista:
–Miren bien lo que les digo: no hay dos sin tres. En breve habrá otra muerte.
Nada más decir esto, levanté la vista y me encontré con los ojos del señor Sanders. Yo creo que las palabras de la señora Carpenter le dieron una idea. Lo vi en la luz de su mirada. Sin embargo, solo nos dijo:
–¿Puedo hacer alguna compra de Navidad por ustedes? Voy a Keston.
Se mostró muy animado, y charló durante un par de minutos con nosotras. Luego, se fue.
Yo estaba preocupada, así que pregunté:
–¿Alguien sabe dónde está la señora Sanders?
La señora Trollope me dijo que había ido a jugar al bridge con unos amigos, y eso me tranquilizó momentáneamente. Subí a mi habitación y me encontré con mi doctor, quien me contó lo de la muerte de la doncella.
El doctor Coler me pidió que no se lo contara a nadie. Pobre… No sabía que no se hablaba de otra cosa… Pero el doctor Coler también me contó que el señor Sanders le había pedido que echara un vistazo a su esposa, porque últimamente no hacía bien la digestión. Y esto es lo que me asustó.
Bajé de nuevo junto a mis amigas para esperar al señor Sanders, que llegó más tarde. Se acercó a nosotras para pedirnos consejo: quería regalar a su esposa por Navidad un bolso de noche.
Él dijo que quería enseñarnos los que ella tenía, así que subimos a su habitación. Y entonces sucedió todo. Al abrir la puerta, la vimos, tumbada en el suelo boca abajo. Llevaba puesto su abrigo rojo y un sombrero.
Me arrodillé junto a ella para tomarle el pulso. Estaba muerta. Junto a ella había un calcetín lleno de arena, probablemente el arma con el que la mataron.
La señora Trollope gemía, con las manos en la cabeza; el señor Sanders gritaba:
–¡Mi esposa, mi esposa!
Yo estaba segura de que había sido él, así que mi objetivo es que no tocara el cuerpo y que no se quedara a solas con ella. Mandé llamar al gerente. La policía tardó una eternidad en llegar. Las líneas telefónicas no funcionaban.
Por su parte, la señora Carpenter estaba muy orgullosa de que su profecía ‘no hay dos sin tres’ se hubiera cumplido.
La policía me mandó llamar. Yo les conté todo lo que había visto y el inspector suspiró aliviado ante alguien que por fin le relataba los hechos tal y como sucedieron.
–El señor Sanders está muy afectado– me dijo él.
–Sí, eso parece…– hice mucho hincapié en pronunciar de forma irónica ‘parece’.
–¿Y el cuerpo se encuentra en la misma posición de como fue encontrado?
– Yo impedí por todos los medios que nadie se acercara a él. Pero…el sombrero no está en el mismo lugar –dije, pensando que la policía lo habría movido.
–¿El sombrero?
– Sí, supongo que habrán sido ustedes quienes se lo han quitado de la cabeza…
– No, nosotros no movimos nada.
Eso me preocupó.
La señora Sanders estaba vestida como si fuera a salir, con su abrigo rojo y el sombrero del mismo color.
– ¿Recuerda usted si la difunta llevaba pendientes o solía llevarlos?– me preguntó el inspector.
Por fortuna, soy muy observadora, y recordaba el brillo de una perla bajo el ala del sombrero.
–Concuerda… el contenido del joyero de esta mujer ha sido robado –dijo entonces el inspector de policía.
Yo me negué a aceptar la idea del robo, por supuesto.
–¿Está usted seguro de que el asesino es un ladrón? –le pregunté.
–Bueno, eso parece, ¿no? –me dijo él.
Debo confesaros que hasta dudé, a pesar de estar convencida de que el señor Sanders había matado a su esposa. ¿Por qué regresó a por los pendientes? No, estaba claro que no podía ser. Me había equivocado.
–¡Oh!– exclamó la señora Bantry.
–Sí, lo sé… no es lo que esperabais, pero debo ser humilde y reconocer el error. Y bien, esto es exactamente lo que sucedió: la señora Sanders se fue a jugar al bridge con sus amigos. Terminó a las 18.15 horas. Así que debió llegar al balneario a las 18.30 horas. Pero entró por una puerta lateral, ya que nadie la vio entrar… Subió a su habitación, se cambió de ropa y alguien la golpeó por detrás con un calcetín lleno de arena. El armario tenía una puerta cerrada.
Por su parte, el señor Sanders se fue del balneario a las 17.30 horas. Realizó algunas compras. Después se fue con unos amigos y regresó al balneario a las 18.45 horas. Su mujer ya estaba muerta.
El testimonio de los amigos es sincero. Yo misma hablé con ellos.
Poco después nos enteramos de que la señora Sanders se fue antes de la partida de bridge tras recibir una llamada de un tal señor Littleworth. Al señor Sanders pareció no sonarle ese nombre cuando le preguntaron, así que tal vez fuera un nombre ‘falso’ para ocultar otro real.
Y bien, ¿alguno se atreve a dar la respuesta a este caso?
Todos movieron la cabeza en señal de negación.
–Bueno, yo tengo una pregunta –dijo Jane–. ¿Por qué había una puerta del armario cerrada?
–Oh, es usted muy inteligente –respondió la señorita Marple–. La señora Sanders bordaba un pañuelo para su esposo y tenía cerrada esa puerta para que no lo viera. La llave se encontró en su bolso. Allí también guardaba todos sus sombreros.
–Ah, pues tampoco tiene entonces tanto interés suspiró Jane.
–Sí la tiene –dijo entonces la señorita Marple–. De hecho, es lo que truncó la idea del asesino.
–No entiendo –añadió la señora Bantry.
–Muy fácil: resulta que la muerta que encontramos en la habitación no era Gladys.
–¿No? –exclamaron todos con admiración.
–No, y no lo supimos porque estaba boca abajo y yo me empeñé en que nadie tocara el cuerpo. Me di cuenta después, tras darme cuenta de lo que ocultaba la puerta cerrada del armario y pedir al jefe de policía que intentara poner en la cabeza de la fallecida el sombrero que encontraron junto a ella. ¡No entraba! La razón es queno era su sombrero, sino el de Mary, la doncella que murió el día anterior.
El señor Sanders lo había planeado todo muy bien: sabía que el cuerpo de la doncella, Mary, estaba en su habitación a pocos pasos de su cuarto, así que aprovechó que su esposa se fue a jugar al bridge para llevarlo por el balcón hasta su habitación. Le puso la ropa de su mujer. Pero quería ponerle un sombrero y la puerta del armario donde estaban estaba cerrada, así que no tuvo más remedio que ir a por uno de la doncella. Dejó el cuerpo boca abajo y el calcetín con arena junto a él. Después quedó con sus amigos para preparar una coartada y telefoneó a su mujer haciéndose pasar por un tal Littleworth. Quedó a una hora con su esposa y le pidió que entrara por la puerta lateral para no ser vista. Después bajó y habló con nosotras antes de salir. A su vuelta, tuvo lugar el numerito del hallazgo del cuerpo de la supuesta Gladys. Nosotros ya estábamos declarando ante la policía cuando él bajó a buscar a su mujer y la hizo subir por la escalera de incendios. Cuando Gladys llegó al cuarto, se agachó sorprendida ante la doncella y él aprovechó para golpearla con el calcetín. Cambió de ropa a la doncella y vistió a su mujer con ella. Pero el sombrero no cabía en la cabeza, así que lo dejó al lado. Solo un experto se hubiera dado cuenta de que la primera muerta que vimos había fallecido mucho antes. Yo al tocarla noté que estaba muy fría, pero en aquel momento no me sorprendió.
–Cielos, ¡es usted increíble! –dijo la señora Bantry.
–No, no lo soy. A menudo me lamento de no haber podido salvar la vida de aquella joven. aunque… ¿quién iba a hacer caso de las suposiciones de una anciana?
–Tal vez tenía que ocurrir así –dijo Jane–. Tal vez era lo mejor…
Y todos guardaron silencio tras aquella increíble historia.
Agatha Christie
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