Loreley, la sirena del Rhin .



Ocurrió que antiguamente vivían incontables jóvenes del agua a los pies del Lorelei, donde la orilla del Rin se fundía con prados eternamente verdes y tupidos bosques, y de cuyas susurrantes aguas se asomaban los brillantes palacios de las muchachas.


Sin embargo, un día, llegaron al río los primeros hombres. Comenzaron a labrar los prados y a cortar los árboles para sus casas y barcos. Pronto, los barcos y botes inundaron las corrientes acuáticas, dejando a las jóvenes tan solo la posibilidad de observar con tristeza cómo moría su hogar. Así sucedió que un día decidieron abandonar el Lorelei. Sus ostentosos palacios se hundieron en el río y pronto se convirtieron en una vaga leyenda en el recuerdo de los hombres.


Únicamente una de ellas no pudo separarse de aquel amado lugar. Soportaba el ruido de los hombres y con frecuencia se sentaba con los pies colgando sobre el acantilado mientras se peinaba su radiante cabello mientras el sol se ponía. Allí pensaba en el pasado y en sus queridas hermanas, que habían huido para encontrar otro hogar. Con su melancólico canto enviaba a través de las olas del Rin un abrazo a sus hermanas. El hecho de que los marineros estrellaran sus barcos contra el acantilado al escucharla cantar no le importaba. En realidad, no malgastaba ni un solo pensamiento en aquellos intrusos al pie de la montaña.


Sin embargo acotenció que, en tiempos de la Edad Media, un joven caballero, hijo del conde de Renania-Palatinado, tomó la decisión de ascender el Lorelei para contemplar en persona el rostro de la joven. Tener que derrotar a los peligrosos remolinos del Rin antes de poder escalar la montaña no consiguió desanimarlo. Al contrario, le incitó a hacerlo aún más. Y así llegó el día en el que junto a su doncel se montó en un bote y se pusieron en camino.


– ¡Dejadme ver al señor conde! – gritó el doncel Philipp.- ¡Es de suma importancia!


– No, estáis mojado y despedís un horrible olor, por lo que no puedo permitiros de ninguna manera que entréis en los aposentos del conde. ¡Id a adecentaros primero! – respondió el criado del viejo conde a Philipp, que temblaba.- Entonces podréis volver.


– ¡Pero es de la máxima importancia! Sería perder un tiempo innecesario si fuera a cambiarme.


El criado negó con la cabeza nuevamente.


– ¡No! No hay nada de tan suma importancia como para que os permita entrar de esta guisa en sus aposentos. Además, debo preguntarle a su Excelencia, si le resulta agradable vuestra visita en este momento.


– ¡Entonces entrad y anunciadme de una vez! Desperdiciáis un tiempo valioso con este parloteo.


– Os anunciaré cuando tengáis una apariencia respetable.


Phlipp apartó al criado y apoyó una mano sobre el pomo de la puerta.


– Entonces entraré en los aposentos del conde sin ser anunciado.


– ¡Cómo osáis! – aulló el criado furioso y agarró asqueado las ropas mojadas del doncel.- ¡Marchaos de aquí ahora mismo! Si no llamaré a la guardia y os encerraré en los calabozos.


Philipp agarró al criado por las ropas y lo empujó contra la pared.


– No voy a permitir que me detengas…


Justo en ese momento se abrieron las puertas de los aposentos y de ahí surgió el furioso semblante del conde.


– ¿Qué pasa aquí? ¿Qué es todo este ruido? ¿Y qué haces con mi criado? ¡Suéltalo inmediatamente!


– Disculpad, Excelencia -se apresuró a responder Philipp soltando al criado.


– No era nada grave -gruñó este mientras se arreglaba los ropajes.- Tan solo un pequeño malentendido.- El señor Knappe ya se iba.


– ¡No, Excelencia! -gritó Philipp abriéndose paso hacia el conde.- Disculpad mi apariencia y mis modales, pero vengo en posesión de un importante mensaje para vos. ¡Es sobre vuestro hijo!


El conde se alejó de la puerta y observó a Philipp de arriba abajo.


– ¿Qué tienes que contarme? ¿Qué hay sobre mi hijo?


– ¡Ha desaparecido!


– ¿Qué?


Philipp tembló ante la dura mirada del conde, avergonzado.


– Sí -susurró-, hoy a mediodía fuimos en barca hasta la ropa del Lorelei, pues vuestro hijo deseaba posar sus ojos sobre la joven que allí habita. Vuestro hijo sabía que cada día al caer la tarde se peina sus cabellos a la luz del sol.


– ¿Cruzasteis el río en ese cascarón de nuez, a pesar de las peligrosas corrientes que lo gobiernan?


– Vuestro hijo parecía poseído por tal pensamiento. Intenté disuadirlo de tan arriesgada empresa, pero no me escuchó.


– ¡Continuad!


– Cuando alcanzamos la base de la roca, la mujer comenzó a cantar. Su voz era embriagadora. Debimos de despistarnos durante un momento, pues de repente nuestro bote se vio arrastrado por la poderosa fuerza de las olas y se estrelló contra el arrecife. Yo fui arrojado a un saliente de la roja y no pude sino mirar con impotencia mientras vuestro hijo se hundía en el río. ¡Intenté alcanzarle, pero no fui capaz! Desapareció en las profundidades del agua y no salió a la superficie. Grité pidiendo auxilio y un pescador se acercó. Con su barca buscamos al señor, pero fue en vano.


– ¡No! -gritó el conde y levantó a Philipp por el cuello de la camisa.- ¡Eso no puede ser! ¡Seguro que ha aparecido en alguna orilla! ¡Como vos! ¡Debemos comenzar la búsqueda enseguida!


– No -suspiró Philipp mientras bajaba la cabeza ante el rostro desfigurado por el dolor del conde.- De verdad que hemos buscado por todas partes, mi señor. Se ha perdido en las aguas del río.


El conde lo soltó y profirió un terrible grito.


– ¡Eso no puede ser! ¡No es cierto! ¡Mi hijo no!


Atraídos por los gritos del conde, comenzaron a aparecer criados por el corredor.


– ¡Convocad a todos los caballeros y mozos de cuadra! ¡Partimos en busca de mi hijo! Y si no lo encontramos, atraparemos a la bruja. ¡Pagará por su crimen! -y con estas palabras, se volvió hacia Philipp-. Y vos encabezaréis a los hombres y les mostraréis el camino.


El joven asintió con la cabeza y se apresuró a cambiarse de ropas, tras lo cual se puso en marcha.


En ese momento se encontraba la joven sirena en la cima del acantilado y dejaba deslizarse sus ojos calladamente sobre la tormenta. Esta fue aprovechada por los hombres para llegar con sus botes hasta las orillas del Lorelei. El dolor del conde les dominaba, y así fue como se atrevieron a llegar allí donde ningún otro hombre había llegado antes. El primero en llegar a la cima fue Philipp, y al ver a la joven sentada al borde del acantilado exclamó:


– ¡Ahí está! Agarradla y tiradla al río! ¡Se merece perecer ahogada como nuestro joven señor!


Acababa de terminar de hablar cuando la sirena volvió la cabeza encantadoramente y se levantó de su asiento, al mismo tiempo que se llevaba la mano al cuello y se descolgaba un collar de perlas, que lanzó al Rin. Acto seguido, extendió los brazos en forma de cruz y llamó al Rin con su hermosa y embriagadora voz:


– ¡Corriendo, padre mío, corriendo!


¡Mandad vuestros corceles blancos!


¡Que cabalguen sobre olas y viento!


Apenas acababa de callar cuando emergieron del Rin dos olas de enorme tamaño. Los atemorizados hombres huyeron de la montaña en la dirección contraria, por miedo a ahogarse. Philipp permaneció en su lugar, clavado como una piedra, observando masa espumosa que se arremolinaba frente a él y que se iba convirtiendo en plateados corceles. Incapaz de moverse, vio cómo la joven sirena se montaba sobre una de los caballos y saltaba hacia las aguas del Rin, no sin antes dirigirle una corta mirada al doncel.


Acerca de cómo se tomó el conde la desaparición de la sirena y de qué fue del valiente doncel Philipp, la leyenda no nos arroja ninguna luz. Tan solo ha llegado a nuestros días que no se volvió a ver sobre el acantilado a la sirena del Lorelei.

(Obtenido de: twistedbaum, traducción del autor de dicho blog)

Ilustración;Victor Nizovtsev


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