Vargas Llosa y la intelectualidad.





Por Gerardo Tecé.

De un tiempo a esta parte, hay una moda en los círculos de los intelectuales con grandes altavoces. Consiste en validar como libre pensamiento el soltar por los dientes de la boca cualquier cosa que contradiga las normas más básicas de convivencia, de equilibrio social. Señoros trajeados y encorbatados salen a dar entrevistas o conferencias con semblante solemne, adoptando tono de escena final de Casablanca, para lanzar reflexiones del tipo “lo importante es que la gente vote bien”, “quién le ha dicho a la DGT que tiene que conducir por mí” o “hay menos libertad ahora que con el franquismo”. Discursos frescos –brillante, Vargas Llosa–, los llaman los entusiastas del libre pensamiento de los veinte duros que valoran, por encima de todo, como en los iPhone, la novedad. Sin pensar que, si en siglos de pensamiento nadie había transitado antes por la intelectualidad clickbait, por algo será. Sin tener en cuenta que una de las claves del ejercicio del pensamiento libre y crítico tiene que ver con que las reflexiones, además de sonar transgresoras, incorrectas, libres, tengan algún tipo de sentido y no sean simples gilipolleces disfrazadas de poses encorbatadas. Brillante Vargas Llosa.
Quien limpia el atril desde el que habla el premio Nobel, quien montó el escenario de la conferencia o el técnico de sonido, podrían acercarse al intelectual tras acabar su discurso –brillante, Mario– y, sin necesidad de traje, ni corbata, ni pretenciosos gestos solemnes, susurrarle al oído que “votar bien” es un concepto infantiloide. Que el voto de derechas que él considera “lo correcto” puede no ser el voto correcto para los intereses de otros. Que, por eso, para dirimir el asunto en democracia es importante que todo el mundo pueda votar en libertad. Que claro que la DGT tiene que velar por la seguridad vial, aunque su amigo Aznar se queje. Que vivimos en sociedad y sus tres copas de vino al volante me ponen en riesgo a mí, que mi vida no vale menos que su libertad para mamarse al volante. Que no hay menos libertad, señores columnistas de prestigio, ahora que cuando vivíamos en una dictadura. Que, si a ustedes les molesta que alguien, en el ejercicio de su libertad de expresión, no les ría sus chistes sobre mujeres en la cocina o los llamen imbéciles, el problema lo tienen ustedes, no la sociedad.
Por supuesto, estas reflexiones, tan simples, tan poco transgresoras, tan “políticamente correctas” que podríamos hacer cualquiera de quienes no ostentamos el máster en intelectualidad, nunca se llevarían el aplauso del personal que escucha embelesado a un premio Nobel al que le convendría recordar a otro Nobel como José Saramago. Él, tan poco altivo, tan poco solemne, tan poco “intelectual”, recordó cuando recogía su Nobel de Literatura en Suecia a su abuelo. Según él, el hombre más sabio al que había conocido. Un hombre que no sabía leer ni escribir pero que sabía bien que el respeto y la decencia eran más importantes que los trajes, las corbatas, los gestos solemnes de discursos impostados de Casablanca. Aquel hombre que le hablaba a los árboles hubiera sabido distinguir hoy la diferencia entre un ejercicio de intelectualidad honesto e ir por ahí diciendo gilipolleces como un camión de grandes disfrazadas de libre pensamiento. ¿En qué momento se jodió la intelectualidad, Mario?

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