Viajando entre la tormenta.



«Quien se para a llorar, quien se lamenta contra la piedra hostil del desaliento, quien se pone a otra cosa que no sea el combate, no será un vencedor, será un vencido lento».

Miguel Hernández

Recorrer contigo Papá Juan las calles desoladas de una ciudad carbonizada de dolor, lugares de miedo y delación, donde de tú mano notaba cuando enfurecías o temías, me apretabas más como protegiéndome cuando sentías que algo no iba bien: un tipo raro en una esquina, un coche que pasaba lento a nuestro lado con dos hombres delante mirándonos, aquel bar donde no quisieron atenderte con aquella frase tan triste:

-Aquí no admitimos comunistas-

El día del entierro de Reynaldo cuando todos levantaron el brazo cantando el «Cara al sol», te quedaste firme, en silencio, los dos callados entre la multitud enfervorizada, también aprestaste mi mano de niño de ocho años, el policía armado se acercó y te apuntó con la metralleta, lo miraste a los ojos fijamente, no soltabas mi mano, el himno de aquellos nazis sonaba fuerte, era como si la sangre de los desaparecidos, de las mujeres violadas, brotara de cada boca abierta, patriótica, apestosa, la arenga de la muerte.

El sicario bajó el arma, tu seguiste igual, allí plantado sobre la tierra, inmóvil, sin soltar mi mano que sudaba de miedo, caminamos hacia la guagua, esa tarde fuimos al cine Avenida, ponían una del oeste de las que tanto te gustaban: «La muerte tenía un precio», nos reímos juntos, me picabas el ojo cuando veías algo que te gustaba, no faltó el Vaya Vaya, el paquete de papas «La Canaria, solo a veces comías algo, solo te echabas el pizco del ron a la salida en el bar más cercano.

Luego regresábamos a casa donde esperaba Frasquita, tu amor, mi madre, mi padre, los perros, veníamos hablando de los detalles de la película, de lo valiente que era aquel vaquero:

-Era como tu abuelo Pancho, nunca agachaba la cabeza, ni en el instante del fusilamiento-

Yo te miraba desde abajo, te veía tan grande, parecías un gigante, no parabas de hablar, pero lo bueno es que también sabías escuchar:

-En la cárcel aprendí a leer y escribir, mucho de cuentas y números, también a debatir con aquellos intelectuales presos, mantener una conversación educada, donde cada interlocutor sabe escuchar al otro- me decías a veces.

Yo te seguía mirando, tu ropa olía a jabón, a limpieza, tu boina negra, tus manos encallecidas en las mías, la fuerza de tu conciencia, el respeto de tus enemigos, Juan Tejera «el comunista» se escuchaba a veces a tu paso, tu no decías nada, solo los mirabas serio, como si en la profundidad de tu mirada estuvieran asomados todos tus camaradas asesinados.

 Por Pako Gonzalez 


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