Se busca niñera con inglés.

 


Me flipa el otoño, a quién no, menuda confesión tan mainstream. Disfruto de la languidez callada con la que va muriendo el verano. Me complace que la luz deje de incinerarme cuando camino por la calle y pase a ser dorada, tenue y razonable, casi dulce. Me agrada sobremanera que desaparezcan los mosquitos, y que las moscas, atontadas, se vuelvan más fáciles de aniquilar. Me divierte salir a la calle y tratar de esquivar el grave riesgo de romperme el fémur resbalando con la típica montonera de hojas mojadas y medio podridas en el suelo.

Pero lo que más me mola de septiembre desde que me dedico al niñering –y ya son muchos años– son las webs de cuidadoras llenándose de anuncios de padres y familias. Anuncios apresurados, exigentes, a menudo telegráficos, casi desdeñosos, como si aún les cobrasen las palabras por gramos. Demandas lacónicas sin apenas más explicación, igual que cuando hablas con el bot asistente del teléfono. Quizá crean que es justo eso lo que están haciendo. Lo más cautivador es el descaro con el que se atreven a pedir el C1 de inglés para recoger a un crío del autobús escolar por las tardes. 

En algunos padres –diría que son los menos, pero ahí están– se adivina ya de lejos la pretensión de forjar a fuego a sus hijos, de modelar pequeñas y mejoradas réplicas de la Hildegart Rodríguez del siglo XXI. Quieren niños políglotas, violinistas, atletas y a ser posible guapos, altos y rubios. Como perritos de competición.

En cierta ocasión una señora que me contactó me puntualizó que era fundamental que mi inglés fuera “sin acento” (!!!) porque el niño tenía que aprender “inglés nativo” y “bien pronunciado”. Han pasado diez años de aquello y todavía estoy pensando en cómo responder de manera apropiada a esa petición.

Pero no quiero ser injusta. Lo cierto es que las familias de eso que llaman clase media ya no saben qué hacer para que sus retoños puedan competir con lo que se ha dado en denominar “capital cultural” de los pijos pata negra. Si no pueden mandar a los niños durante el verano a algún tedioso campamento en Irlanda, intentan pagar –a veces no sin esfuerzo– a una chavala que le ponga la cabeza como un bombo al chiquillo en la lengua de Shakespeare. 

Hace unas semanas coincidí con otra niñera en los columpios. Vino a pedirme fuego, pero aunque yo no fumo, nos acabamos poniendo de palique igual. Se le notaba a la legua que estaba hasta el coño, así que me cayó de fábula al instante. Tenía a su cuidado a dos pequeños torbellinos muy salerosos que en ese momento estaban tirándose barro a los ojos con mis críos de muy buen rollo. Me di cuenta enseguida de que la chica se dirigía a ellos en inglés. Las conversaciones eran del todo hilarantes porque su cría, con terrible desparpajo, le respondía siempre en castellano. 

Aquello era divertidísimo, salvo por el drama soterrado que se percibía: no hablaba con los niños en inglés por gusto ni inclinación particular suya. Era una comanda, un encarguito con el que a duras penas lograba cumplir porque los niños no son tan tontos como los adultos y no están dispuestos a mandar al garete la comunicación y el entendimiento mutuos para poder practicar los phrasal verbs.

Me turboflipa que el capitalismo nos haya convencido de que nuestra lengua materna –sea ésta el castellano, el euskera, el gallego o el rumano– es menos útil, menos decente, menos importante, que la lengua franca que se ha convertido en el idioma universal de los negocios (al menos en Occidente). Como si fuese menos valiosa la propia cuna y el lugar del que venimos. Como si las únicas habilidades que debe aprender un niño son aquellas que puedes glosar en el currículum. Las que le convierten en un siervo más útil, más productivo, más competitivo. Como si poder comunicarse y pensar en su propia lengua no tuviera el menor interés o utilidad. 

Son demandas que me entristecen. Los coles y las mierdas bilingües nunca habían conocido tanto esplendor, pero por más que se popularicen, las clases sociales más desfavorecidas no van a conseguir coger sitio en esa entelequia del ascensor social. Es otra patochada que sólo sirve para ir dejando en el camino a los de siempre. Mientras, llega el otoño, las hojas caídas forman una mullida alfombra bajo mis pies, y las familias se afanan por subirse al carro como sea.

https://ctxt.es/es/20210901/Firmas/37175/?fbclid=IwAR0nRJ4JzVmi3SHvWFklqkeTs9Zz-VXUVThBuMzGZqT9cbGRRLKK5afGvr0#.YUC_FWZIlu0.twitter

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