"La Muerte en Venecia".
"Deteniéndose al borde del agua, con la cabeza baja, empezó a dibujar en la arena húmeda con la punta del pie; luego entró en el agua, que en su mayor profundidad no le llegaba ni a la rodilla, la atravesó dudando, descuidadamente, y dejó el banco de arena. Allí se detuvo un momento, con el rostro vuelto hacia la anchura del mar, luego empezó a caminar lentamente, por la larga y angosta lengua de tierra, hacia la izquierda. Separado de la tierra por el agua, separado de los compañeros por un movimiento de altanería, su figura se deslizaba aislada y solitaria, con el cabello flotante, allá por el mar, a través del viento, hacia la neblina infinita. Otra vez se detuvo para contemplar el mar. De pronto, como si lo impulsara un recuerdo, bruscamente, hizo girar el busto y miró hacia la orilla por encima del hombro. El espectador estaba sentado tal como entonces, cuando por primera vez, desde aquel umbral, se había cruzado con la suya esa mirada de un gris crepuscular. Su cabeza, reclinada contra el respaldo del sillón, andaba siguiendo el movimiento del que caminaba allá fuera. La levantó al encuentro de aquella mirada, pero de pronto la dejó caer inclinada sobre su pecho, de modo que los ojos miraban desde abajo hacia arriba, mientras su cara iba adquiriendo la expresión relajada e intensamente ensimismada de un profundo sueño. Le parecía como si, allá fuera en el mar, el pálido y amable conductor de almas le dirigiera una sonrisa, un gesto; como si, separando la mano de su cadera, la levantara indicando lo lejano adonde le precedía, flotando hacia la inmensa y prometedora lontananza".
Thomas Mann, "La Muerte en Venecia"
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