Flores de amor



Autor: Oscar Wilde 

Ґ λνkύιкрς  Έρώς

Amor, no te culpo; la culpa fue mía,

          no hubiera yo sido de arcilla común

habría escalado alturas más altas aún no alcanzadas,

          visto aire más lleno, y día más pleno.

Desde mi locura de pasión gastada

          habría tañido más clara canción,

encendido luz más luminosa, libertad más libre,

          luchado con malas cabezas de hidra.

Hubieran mis labios sido doblegados hasta hacerse música

          por besos que sólo hicieran sangrar,

habrías caminado con Bice y los ángeles

          en el prado verde y esmaltado.

Si hubiera seguido el camino en que Dante viera

          los siete círculos brillantes,

¡Ay!, tal vez observara los cielos abrirse, como

          se abrieran para el florentino.

Y las poderosas naciones me habrían coronado,

          a mí que no tengo nombre ni corona;

y un alba oriental me hallaría postrado

          al umbral de la Casa de la Fama.

Me habría sentado en el círculo de mármol donde

          el más viejo bardo es como el más joven,

y la flauta siempre produce su miel, y cuerdas

          de lira están siempre prestas.

Hubiera Keats sacado sus rizos himeneos

          del vino con adormidera,

habría besado mi frente con boca de ambrosía,

          tomado la mano del noble amor en la mía.

Y en primavera, cuando flor de manzano

          acaricia un pecho bruñido de paloma,

dos jóvenes amantes yaciendo en la huerta

          habrían leído nuestra historia de amor.

Habrían leído la leyenda de mi pasión, conocido

          el amargo secreto de mi corazón,

habrían besado igual que nosotros, sin estar

          destinados por siempre a separarse.

Pues la roja flor de nuestra vida es roída

          por el gusano de la verdad

y ninguna mano puede recoger los restos caídos:

          pétalos de rosa juventud.

Sin embargo, no lamento haberte amado -¡ah, qué más

          podía hacer un muchacho,

cuando el diente del tiempo devora y los silenciosos

          años persiguen!

Sin timón, vamos a la deriva en la tempestad

          y cuando la tormenta de juventud ha pasado,

sin lira, sin laúd ni coro, la Muerte,

          el piloto silencioso, arriba al fin.

Y en la tumba no hay placer, pues el ciego

          gusano se ceba en la raíz,

y el Deseo tiembla hasta tornarse ceniza,

          y el árbol de la pasión ya no tiene fruto.

¡Ah!, qué más debía hacer sino amarte; aún

          la madre de Dios me era menos querida,

y menos querida la elevación citérea desde el mar

          como un lirio argénteo.

He elegido, he vivido mis poemas y, aunque

          la juventud se fuera en días perdidos,

hallé mejor la corona de mirto del amante

          que la de laurel del poeta.

Versión de E. Caracciolo Trejo

Edición de Libros Río Nuevo 2001


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