LOS MISERABLES (Víctor Hugo)




«Es posible que a los lectores se les haya quedado, desde la primera vez que apareció, algún recuerdo de la Thénardier, alta, rubia, colorada, gruesa, de buenas carnes, de espaldas cuadradas, enorme y ágil; ya hemos dicho que había en ella algo de esa raza de mujeres colosales y salvajes que se doblan para atrás en las ferias con adoquines colgando de la melena. Se hacía cargo de todo en la casa: las camas, la limpieza de las habitaciones, la colada, la comida y lo que se terciara y llevaba en todo la voz cantante. No tenía más sirvienta que Cosette: un ratón al servicio de un elefante. Cuando ella alzaba la voz, todo temblaba, los cristales, los muebles y las personas. La cara ancha, cuajada de pecas, parecía una espumadera. Tenía barba. Era la imagen ideal de un descargador del mercado de abastos disfrazado de mujer. Blasfemaba estupendamente; se jactaba de cascar una nuez de un simple puñetazo. De no ser por las novelas que había leído y que, a ratos, permitían intuir a la relamida tras la ogresa, nunca se le habría ocurrido a nadie decir de ella: es una mujer. La tal Thénardier era algo así como el fruto del injerto de una cursi en una verdulera. Cuando la oían hablar, decían: «Es un gendarme»; cuando la veían beber decían: «Es un carretero»; cuando la veían tratar a Cosette, decían: «Es el verdugo». Cuando se estaba quieta, le asomaba de la boca un diente.


El Thénardier era un hombre bajo, flaco, pálido, anguloso, huesudo, encanijado, que parecía enfermo y estaba como una rosa: ahí empezaban sus embaucos. Solía sonreír por precaución y era educado con casi todo el mundo, incluso con el pordiosero a quien negaba un céntimo. Tenía mirada de garduña y aspecto de hombre de letras. Se parecía mucho a los retratos del padre Delille. Tenía la coquetería de beber con los carreteros. Nunca había conseguido nadie emborracharlo. Fumaba una pipa muy grande. Llevaba blusón y, debajo del blusón, un frac negro viejo. Tenía pretensiones de literato y de materialista. Pronunciaba con frecuencia unos cuantos nombres para fundamentar en ellos las cosas inanes que decía: Voltaire, Raynal, Parny y, cosa curiosa, san Agustín. Aseguraba que tenía un «sistema». Por lo demás, era muy fullero. Un fullósofo. Es una variedad que existe. Recordemos que aseguraba que había servido en el ejército; narraba Waterloo con cierto lujo de detalles; era sargento en un 6.º regimiento de infantería ligera, o un 9.º, vaya usted a saber; él solo, enfrentado con un escuadrón de húsares de la muerte, había protegido con su propio cuerpo y salvado, cruzando entre la metralla, a «un general peligrosamente herido». De ahí el flamante cartel de la fachada y, para la posada, el nombre, en la comarca, de «taberna del sargento de Waterloo». Era liberal, clásico y bonapartista. Había aportado fondos para el Campamento de Asilo. Decían en el pueblo que había estudiado para cura.»


Ilustración de Gustave Brion


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