POBRECITA LA VENTANA.
Esto sucedió cuando estaba en un tren, viajando para dar una conferencia. El carruaje era espacioso y silencioso, con muchos asientos. Me acomodé confortablemente y abrí un libro que había traído conmigo.
Después de un rato, cansado de leer y arrullado por la vibración rítmica del tren, comencé a adormitar. De repente, mis sueños se vieron interrumpidos por un silbido agudo y el sonido metálico de los frenos. Parecía que el conductor se había encontrado con algún tipo de obstáculo en una intersección.
El impacto de la parada repentina me lanzó hacia adelante, pero me las arreglé para equilibrarme de alguna manera. En ese momento, escuché los sollozos agudos de un niño. Entonces vi que en el banco, al otro lado del pasillo, había una joven madre y su hijo. El menor colocó su cabeza bien pegada contra el vidrio y se divertía viendo pasar el paisaje.
Cuando el tren se detuvo de repente, el niño se golpeó la cabeza con fuerza contra el marco de la ventana. Sus sollozos se hicieron más fuertes y angustiantes. Con miedo, que se hubiera lastimado, me levanté rápidamente; sin embargo, vi con alivio que no había señales de lesión.
En ese momento, fui testigo de una escena tan enternecedora que me dejó profundamente conmovido.
Cuando el dolor disminuyó, el niño poco a poco se fue quedando tranquilo, mientras su madre le frotaba la cabeza, tranquilizándolo y murmurando tiernas palabras: “Hijo mío, te debe haber dolido mucho. Pobrecito.
Voy a frotarte así para que pase el dolor. Pero, mira, hijo mío, la ventana también debe estar lastimada. Pobrecita. Debe estar dolorida también. Frotémosla para que se sienta mejor, ¿de acuerdo? ”.
El niño asintió y él y su madre comenzaron a frotar el marco de la ventana.
Me dio vergüenza, porque pensé que sus palabras serían algo así como: “Te debe haber dolido mucho. Pobrecito. Toda la culpa la tiene esta ventana malvada. Golpeémosla para que aprenda a no hacer más daño, ¿de acuerdo? ”.
Esta es una escena muy común, tentamos dar al niño una forma de aliviar su enfado y hacer que el momento pase.
Cuántas veces, cuando la vida nos causa dolor, intentamos echarle la culpa a quien creemos que nos hizo sufrir. Buscamos consuelo culpando a los demás.
Pensé que quizás, sin darnos cuenta, los padres terminamos inculcando esta reacción en nuestros hijos.
Sin duda, los padres tienen una enorme influencia en la formación del carácter de los niños.
Las personas que solo piensan en sí mismas y no se preocupan por los demás, terminan en tinieblas. Aquellos que van rumbo a la luz deben tomar el camino supremo: hacer el bien a los demás y a sí mismos.
Me bajé del tren deseando, de todo corazón, la verdadera felicidad a aquella madre y a su hijo
(Cuento del libro "Educar con sabiduría", de Kentetsu Takamori)
El mayor legado que los padres pueden dejar a sus hijos es la conciencia y la sabiduría del Principio de Causalidad, la base de una vida feliz. Enseñar a los hijos que cosecharemos lo que sembramos, sin excepción, sean cosas buenas o malas, es inculcar un sentido de responsabilidad por nuestros actos.
Una persona que no asume sus propios actos, no es capaz de ponerse en el lugar de los otros ni percibir el sentimiento ajeno. Y más aún, tampoco será capaz de entenderse a sí misma, lo que producirá un sufrimiento que ella sola tendrá que cosechar.
Por tanto, por el bien de nuestros hijos y de las futuras generaciones, nosotros, como adultos, debemos empeñarnos con todas nuestras fuerzas para dar ejemplo y vivir con dignidad, de acuerdo con el Principio de Causalidad.
👉La historia anterior fue escrita por Kentetsu Takamori, autor del libro "Por qué vivimos"
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