GANARSE LA VIDA (David Trueba)


«A mi madre se le daban bien las plantas. No les hablaba ni hacía con ellas nada especial. Era un cariño delicado y discreto con el que arrancaba las hojas muertas, repartía los nuevos esquejes y giraba los tiestos para orientar hacia el sol la cara que se estaba quedando más triste. Los geranios floridos de mi madre en las cuatro ventanas que daban a la calle del barrio de Estrecho en el que vivíamos atraían la mirada desde lejos. Algunas mañanas era mi padre el que se empeñaba en regar las macetas con una garrafa de agua. Solía causar destrozos a su paso. Al regar los geranios de nuestro cuarto, mojaba los apuntes de mi hermano Jesús sobre la mesa, sus notas de clase y sus estrategias para el equipo de baloncesto que entrenaba. Muchas mañanas yo amanecía con los gritos de mi hermano cuando le recriminaba a mi padre que mojara sus papeles un día sí y otro también.

La misma buena mano que tuvo mi madre con las plantas la tuvo con sus hijos. No era ese cariño atosigante que vi en otras casas o la monserga perpetua de algunas madres de amigos. Era esa misma calidez que conseguía que le brotaran las flores sin grandes esfuerzos. Así le brotaron ocho hijos. Yo era el pequeño y me llevaba con mi hermano mayor, Juanjo, los mismos años que mi madre con él, dieciocho. A su vez, mi padre, que cuando yo nací tenía cincuenta y tres años, le sacaba casi otros dieciséis a mi madre. En el pasillo de mi casa, en un día normal, nos cruzábamos cuatro generaciones de españoles. Desde mi padre, nacido en 1916, hasta el hijo más pequeño, nacido a finales de 1969.»


Ilustración de Phoebe Wahl


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