EL FANTASMA DE CANTERVILLE (Óscar Wilde) CAPÍTULO V.


(…)-¡Por favor, no te vayas, Virginia! – gritó el fantasma – Estoy tan solo y soy tan desgraciado que realmente no sé lo que digo. Quisiera irme a dormir y no puedo.

-¡Eso es absurdo! Lo único que hay que hacer para dormir es meterse en la cama y apagar la vela. Lo que a veces cuesta es no dormirse, sobre todo en la iglesia, pero no hay absolutamente ninguna dificultad en dormirse. Observe que incluso los bebés más pequeños saben hacerlo, y no son demasiado inteligentes.

-Hace trescientos años que no duermo – dijo él con tristeza, y los hermosos ojos azules de Virginia se abrieron maravillados – van trescientos años sin dormir, y estoy muy cansado.

Virginia adoptó una grave expresión y sus pequeños labios temblaron como pétalos de rosa. Se aproximó hasta el fantasma y, arrodillándose junto a él, contempló su viejo rostro marchito.

- Pobre, pobre fantasma – murmuró – ¿no hay ningún lugar dónde pueda dormir?

-Muy lejos de aquí, tras el bosque de pinos – respondió él con voz muy baja y soñadora – hay un diminuto jardín. Allí la hierba es alta y espesa, allí crecen las flores como grandes estrellas blancas y canta el ruiseñor toda la noche. Toda la noche canta , la fría luna de cristal mira hacia abajo, y el tejo extiende sus sus brazos gigantes sobre quienes duermen.

Los ojos de Virginia se llenaron de lágrimas y se tapó la cara con las manos.

- Usted habla del Jardín de la Muerte – susurró ella.

-Sí, la Muerte. La Muerte ha de ser tan hermosa. Descansar en la blanda y pura tierra, con las hierbas balanceándose sobre nuestra cabeza, y escuchar el silencio. Carecer de un ayer y de un mañana. Olvidarme del tiempo, reconciliarme con la vida, lograr la paz. Tú puedes ayudarme. Puedes abrir para mí los portales de la mansión de la Muerte, porque el Amor siempre te acompaña, y el Amor es más poderoso que la Muerte.

Virginia se estremeció, un escalofrío recorrió su cuerpo y, por unos pocos instantes, hubo silencio. La muchacha sentía como si estuviera en el medio de una horrible pesadilla.

Entonces el fantasma retomó la palabra y su voz resonó como el suspiro del viento.

-¿Haz leído alguna vez la antigua profecía inscripta en la ventana de la biblioteca?

-Sí, muchas veces – respondió la muchacha mirándolo a los ojos. – La conozco muy bien. Está pintada en extrañas letras negras letras negras y es difícil de leer. Tiene sólo seis versos:

“Cuando una niña dorada haya logrado

robra una plegaria de labios del pecado,

cuando el almendro estéril se levante

y se detenga el llanto de un infante,

dominará toda la casa una quietud sutil

y la ansiada paz retornará a Canterville”.

Pero no sé lo que significa.

-Significa – dijo tristemente el fantasma – que debes llorar por mis pecados, porque yo no tengo lágrimas; y rezar conmigo por mi alma, porque yo no tengo fe; y entonces, si siempre has sido dulce, buena y cortés, el Ángel de la Muerte tendrá piedad de mí. Observarás las horrorosas formas de las tinieblas, y voces diabólicas susurrarán en tus oídos, pero no te harán daño, porque contra la pureza de una joven las puertas del infierno no tienen ningún poder. Virginia no respondió, y el fantasma retorció sus manos con desesperación, contemplando el arco formado por la delgada cabeza de la muchacha. Repentinamente, ella se irguió muy pálida y dijo serena, con una luz extraña en los ojos:

-No estoy asustada. Hablaré con el Ángel para que se apiade de usted.

El fantasma saltó de su asiento con un tímido grito de alegría y, tomándole la mano con una gentileza propia de tiempos antiguos, se la besó. Los dedos del espectro estaban tan fríos como el helado y sus labios ardían como el fuego, pero Virginia no vaciló y él la condujo a través de la oscura habitación. Sobre los desgastados tapices verdes había bordados pequeños cazadores, que al verla soplaron sonoramente sus cuernos adornados de flecos y con sus diminutas manos le hicieron señas para que retrocediese.

-¡Regresa Virginia! – le gritaron – ¡No sigas!¡Vuelve atrás! Pero el fantasma le apretó la mano con más fuerza y ella cerró los ojos para no verlos. Horribles criaturas con colas de lagarto y ojos bizcos gesticulaban observándola desde la chimenea y le gritaban:

-¡Cuidado, Virginia, cuidado!¡Quizá no te veamos de nuevo!

Pero el fantasma le apretó la mano con más fuerza y ella hizo lo imposible por no oír. Cuando llegaron a un extremo del cuarto, él se detuvo y pronunció algunas palabras que ella no pudo comprender. Virginia abrió sus ojos y vio como la pared se desvanecía lentamente en una especie de niebla, y una oscura e inmensa caverna se abría a sus pies. Un viento áspero y frío los rodeó y ella sintió que algo se aferraba a su vestido.

-¡Rápido, rápido! – gritó el fantasma – ¡o será muy tarde!

Y apenas un instante después el muro se había cerrado tras ellos, dejando el salón de los tapices completamente vacío.

Ilustración de Miguel Navia


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