𝗘𝗟 𝗣𝗔𝗦𝗜𝗟𝗟𝗢 𝗗𝗘 𝗟𝗢𝗦 𝗔𝗕𝗨𝗘𝗟𝗢𝗦.


Si me preguntan si ellos eran altos o bajitos no lo sé,  porque ellos eran así  como el amor que se asomaba en su mirada, sin fronteras, talla ni estatura.

Ellos disfrutaban relatando historias de su infancia, y también de la infancia de mi madre y de mis tíos en aquel pasillo adornado en la entrada con una higuera, un limón, un gigantesco helecho, geranios, rosales y un sin fin de plantas todas ellas las favoritas de la abuela que muy temprano cada día en la mañana el abuelo regaba para después limpiar la jaula  de Beto un cotorro hablador.

Ese pasillo quedó rociado de extensas memorias de la edad de la inocencia, de las ilusiones, cuando todo se nos hacía grande y  justo ahí es donde aprendí a escuchar con atención y adquirí el respeto del  valor de los años.

Por mencionar una de esos tantos momentos del pasado sellados en la memoria y en el alma, cuando junto con los primos los fines de semana los abuelos nos entretenían sentados alrededor de una mesa jugando al domino, lotería, cartas, serpientes y escaleras.

En ese mismo pasillo mi abuela pasaba horas tejiendo, manteles, colchas carpetas y fue ahí mismo donde   me heredó el amor  por el arte del tejido.

Todavía respiro las emocionantes Navidades y fin de año en ese mismo pasillo observando con admiración a los primos más grandes cantando y bailando inspirados de la música que nacía de un antiguo tocadiscos.

El amor de abuelos los hacían romper reglas con sabiduría otorgando permisos que en casa de nuestros padres eran prohibido.

En ese mágico pasillo se entumecían las manecillas de reloj, se hacía y se deshacía la dieta nutritiva de entre semana con helados, yukis, elotes, refrescos todo el día, era la manera en que los abuelos desbordaban sus apapachos.

Sus vidas no eran un murmullo eran un canto y su fuerza la ternura.

©️ Marcela J. Villalón

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