TODOS DEBERÍAMOS SER FEMINISTAS .

No hace mucho entré en el vestíbulo de uno de los mejores hoteles de Nigeria y un portero me paró y se puso a hacerme una serie de preguntas bastante molestas: ¿cuál era el nombre y el número de habitación de la persona a la que yo estaba visitando?, ¿conocía yo a aquella persona?, ¿podía demostrar que era clienta del hotel enseñándole mi llave electrónica? Y es que todo el mundo supone automáticamente que una mujer nigeriana que entra sola en un hotel es una trabajadora sexual. Porque es impensable que una mujer nigeriana pueda ser una clienta que paga su habitación. A un hombre que entra en el mismo hotel no lo molestan. Se da por sentado que está allí por razones legítimas. (Y, por cierto, ¿por qué esos hoteles no se meten con la demanda de trabajadores sexuales, sino solo con la oferta ostensible?).    

En Lagos hay muchos clubes y bares de buen tono donde no puedo entrar sola. Si eres una mujer sola no te dejan entrar. Te tiene que acompañar un hombre. De forma que tengo amigos que llegan a los clubes y acaban teniendo que entrar cogidos del brazo de una completa desconocida porque esa desconocida, que es una mujer sola, no ha tenido más remedio que pedir «ayuda» para entrar en el club.    

Cada vez que entro en un restaurante nigeriano con un hombre, el camarero da la bienvenida al hombre y a mí finge que no me ve. Los camareros son producto de una sociedad que les ha enseñado que los hombres son más importantes que las mujeres, y sé que no lo hacen con mala intención, pero una cosa es saber algo con el intelecto y otra distinta es sentirlo a nivel emocional. Cada vez que me pasan por alto, me siento invisible. Me enfado. Me dan ganas de decirles que yo soy igual de humana que el hombre e igual de merecedora de saludo. Son nimiedades, pero a veces son las cosas pequeñas las que más nos duelen.    Hace poco escribí un artículo sobre la experiencia de ser una mujer joven en Lagos. Pues un conocido me dijo que era un artículo rabioso y que no debería haberlo escrito con tanta rabia. Pero yo me mantuve en mis trece. Claro que era rabioso. La situación actual en materia de género es muy injusta. Estoy rabiosa. Todos tendríamos que estar rabiosos. La rabia tiene una larga historia de propiciar cambios positivos. Y además de rabia, también tengo esperanza, porque creo firmemente en la capacidad de los seres humanos para reformularse a sí mismos para mejor.    

Pero volvamos a la rabia. Oí el matiz de advertencia en el tono de mi conocido y me di cuenta de que su comentario iba tanto por el artículo como por mi carácter. La rabia, me decía aquel tono, es particularmente indeseable en una mujer. Si eres mujer, no tienes que expresar rabia, porque resulta amenazador. Tengo una amiga, una mujer estadounidense, que se quedó con el puesto directivo de un hombre. Su predecesor había sido tildado de «duro y ambicioso»; era un hombre cortante, agresivo y especialmente estricto a la hora de firmar las hojas de asistencia. Al quedarse con el puesto, ella se imaginaba que sería igual de dura que el hombre, aunque tal vez un poco más amable que él; él no siempre era consciente de que la gente tenía familia, mientras que ella sí. Cuando apenas llevaba unas semanas en el cargo, sancionó a un empleado por falsificar una hoja de asistencia, que era lo mismo que habría hecho su predecesor. Pues el empleado fue y se quejó a la dirección del estilo de ella. La tachó de agresiva y dijo que era difícil trabajar con ella. Otros empleados se mostraron de acuerdo. Uno de ellos llegó a decir que había esperado que ella aportara un «toque femenino» a su tarea, pero que no había sido así.    

A ninguno de ellos se le ocurrió que mi amiga estaba haciendo lo mismo que le había reportado elogios a su predecesor.    

Tengo otra amiga, también estadounidense, que tiene un trabajo muy bien remunerado en el mundo de la publicidad. Es una de las dos mujeres que hay en su equipo. Esa amiga me contó que en una reunión se había sentido menoscabada por su jefe; el jefe en cuestión había pasado por alto sus comentarios y luego había elogiado otros parecidos pero que venían de un hombre. Ella tuvo ganas de quejarse y de cuestionar a su jefe. Pero no lo hizo. Lo que hizo fue irse al cuarto de baño después de la reunión y echarse a llorar; a continuación me llamó para desfogarse. No había querido quejarse para no parecer agresiva. Se limitó a dejar que el resentimiento le bullera por dentro.    

Lo que me llamó la atención —de ella y de otras muchas amigas estadounidenses que tengo— es lo mucho que se esfuerzan por «caer bien». Parece que han sido criadas para pensar que es muy importante gustar a los demás y que ese rasgo de «gustar» implica algo muy concreto. Y ese algo concreto excluye el hecho de mostrar rabia, ser agresiva o manifestar tu desacuerdo en voz demasiado alta.    

Pasamos demasiado tiempo enseñando a las niñas a preocuparse por lo que piensen de ellas los chicos. Y, sin embargo, al revés no lo hacemos. No enseñamos a los niños a preocuparse por caer bien. Pasamos demasiado tiempo diciéndoles a las niñas que no pueden ser rabiosas ni agresivas ni duras, lo cual ya es malo de por sí, pero es que luego nos damos la vuelta y nos dedicamos a elogiar o a justificar a los hombres por las mismas razones. El mundo entero está lleno de artículos de revistas y de libros que les dicen a las mujeres qué tienen que hacer, cómo tienen que ser y cómo no tienen que ser si quieren atraer o complacer a los hombres. Hay muchas menos guías para enseñar a los hombres a complacer a las mujeres.    

Yo imparto un taller de escritura en Lagos, y en una ocasión una de las participantes, una mujer joven, me contó que una amiga suya le había dicho que no escuchara mis «discursos feministas», porque absorbería ideas mías que destruirían su matrimonio. Se trata de una amenaza —la destrucción del matrimonio y la posibilidad de no volver a tener otro nunca— que en nuestra sociedad tiene muchos más números de usarse contra una mujer que contra un hombre.    

El género importa en el mundo entero. Y hoy me gustaría pedir que empecemos a soñar con un plan para un mundo distinto. Un mundo más justo. Un mundo de hombres y mujeres más felices y más honestos consigo mismos. Y esta es la forma de empezar: tenemos que criar a nuestras hijas de otra forma. Y también a nuestros hijos.

Chimamanda Ngozi Adichie

Ilustración de La Ché

Web


Comentarios