Está El Gran Farfalón.
El visitante se aburría en la recepción del único hotel que había en el lugar. Le dice el botones:
-Lo noto fastidiado, señor.
-Así es -admite el viajero-. En este pueblo no hay nada qué hacer.
-Sí hay -lo corrige el del hotel-. Está El Gran Farfalón. -¿Quién? -se extraña el viajero.
-El Gran Farfalón -repite el botones-. Actúa en el teatro de la esquina.
Pregunta el viajante: Y ¿Qué hace ese tal Farfalón?. Responde el otro: Si le digo lo que hace no me lo va usted a creer. Necesita verlo por sí mismo.
Como no tenía nada qué hacer, el viajante se decidió a ir al teatro. A la hora anunciada comenzó la función. Un maestro de ceremonias anunció, magnílocuo:
-¡Señoras y señores! Esta empresa se enorgullece en presentar a su máxima estrella: ¡El Gran Farfalón!. Aparece en escena un joven atleta vestido con blusa y mallas blancas bordadas con reluciente lentejuela.
Se escucha una música sensual, y un reflector pone su luz en la figura del artista. Ante el asombro del viajero el musculoso atleta empezó a despojarse de sus atavíos, prenda por prenda, hasta quedar completamente al natural.
Sale una linda ayudante, coloca frente al galán una mesita cubierta con un paño de fieltro verde, y sobre ella pone cuatro nueces. La música se vuelve más voluptuosa y sugerente.
El Gran Farfalón se concentra, y con la sola fuerza de su pensamiento pone en alto su masculinidad, tras de lo cual procede a golpear y romper en mil pedazos con ella las cuatro nueces que tenía frente a sí. Un clamoroso aplauso saluda la hazaña del singular atleta.
Pasaron 40 años, y otra vez el viajero acertó a hallarse en aquel pueblito. En el hotel reconoció al mismo botones y le dice:
-Estuve en este pueblo hace 40 años, y vi actuar aquí a un artista singular.
-Ya sé de quién me habla -responde el botones-. El Gran Farfalón.
-Sí -replica el viajero con tono admirativo-. ¡Qué hombre extraordinario!.
Le informa el del hotel: Todavía trabaja.
-¡No lo puedo creer! -exclama el viajero, estupefacto.
- Compruébelo usted mismo -replica el empleado-. Está en el mismo teatro, y la función no tarde en empezar.
Se apresuró el viajante, compró su boleto y ocupó su butaca. Un maestro de ceremonias anuncia:
-Señoras y señores. Esta empresa se enorgullece en presentar a su artista de siempre: ¡El Gran Farfalón!.
Aparece en escena el artista. El otrora atleta estaba convertido en un viejo decrépito. Encorvado, senil, caminaba con pasos lentos y penosos. Se escucha la música, y el anciano procedió a despojarse de su atuendo, raído y desgastado ya.
Su desnudez causaba lástima: se le podían contar las costillas; colgaba su piel, flácida. Aparece una joven y guapa ayudante y coloca frente al viejo la mesa con el paño de fieltro verde. Pero en vez de poner sobre ella cuatro nueces puso cuatro cocos.
Se concentra el viejito, y ¡oh prodigio!: su varonía se volvió a alzar, triunfante, cual la de un hombre en plena juventud, y con ella el artista procedió a hacer pedazos los cuatro cocos. Se escuchó la ovación, atronadora.
El viajero, entusiasmado, va al camerino del anciano. Todavía sin dar crédito a lo que había visto le dice lleno de admiración:
-Oiga, señor: estuve aquí hace 40 años, y lo vi realizar su acto con nueces. Pasan cuatro décadas, regreso, ¡y ahora lo hace usted con cocos!.
Responde el viejecito con voz doliente y tono de disculpa:
-Es que ya no veo bien
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