Está El Gran Farfalón.


Un viajante llegó a un pequeño pueblo. Era domingo en la tarde, y los domingos en la tarde suelen ser tediosos en cualquier lugar del mundo.


El visitante se aburría en la recepción del único hotel que había en el lugar. Le dice el botones:


-Lo noto fastidiado, señor.

-Así es -admite el viajero-. En este pueblo no hay nada qué hacer.

-Sí hay -lo corrige el del hotel-. Está El Gran Farfalón. -¿Quién? -se extraña el viajero.

-El Gran Farfalón -repite el botones-. Actúa en el teatro de la esquina.

Pregunta el viajante: Y ¿Qué hace ese tal Farfalón?. Responde el otro: Si le digo lo que hace no me lo va usted a creer. Necesita verlo por sí mismo.


Como no tenía nada qué hacer, el viajante se decidió a ir al teatro. A la hora anunciada comenzó la función. Un maestro de ceremonias anunció, magnílocuo:


-¡Señoras y señores! Esta empresa se enorgullece en presentar a su máxima estrella: ¡El Gran Farfalón!. Aparece en escena un joven atleta vestido con blusa y mallas blancas bordadas con reluciente lentejuela.

Se escucha una música sensual, y un reflector pone su luz en la figura del artista. Ante el asombro del viajero el musculoso atleta empezó a despojarse de sus atavíos, prenda por prenda, hasta quedar completamente al natural.


Sale una linda ayudante, coloca frente al galán una mesita cubierta con un paño de fieltro verde, y sobre ella pone cuatro nueces. La música se vuelve más voluptuosa y sugerente.


El Gran Farfalón se concentra, y con la sola fuerza de su pensamiento pone en alto su masculinidad, tras de lo cual procede a golpear y romper en mil pedazos con ella las cuatro nueces que tenía frente a sí. Un clamoroso aplauso saluda la hazaña del singular atleta.


Pasaron 40 años, y otra vez el viajero acertó a hallarse en aquel pueblito. En el hotel reconoció al mismo botones y le dice:

-Estuve en este pueblo hace 40 años, y vi actuar aquí a un artista singular.

-Ya sé de quién me habla -responde el botones-. El Gran Farfalón.

-Sí -replica el viajero con tono admirativo-. ¡Qué hombre extraordinario!.

Le informa el del hotel: Todavía trabaja.

-¡No lo puedo creer! -exclama el viajero, estupefacto.

- Compruébelo usted mismo -replica el empleado-. Está en el mismo teatro, y la función no tarde en empezar.


Se apresuró el viajante, compró su boleto y ocupó su butaca. Un maestro de ceremonias anuncia:


-Señoras y señores. Esta empresa se enorgullece en presentar a su artista de siempre: ¡El Gran Farfalón!.


Aparece en escena el artista. El otrora atleta estaba convertido en un viejo decrépito. Encorvado, senil, caminaba con pasos lentos y penosos. Se escucha la música, y el anciano procedió a despojarse de su atuendo, raído y desgastado ya.


Su desnudez causaba lástima: se le podían contar las costillas; colgaba su piel, flácida. Aparece una joven y guapa ayudante y coloca frente al viejo la mesa con el paño de fieltro verde. Pero en vez de poner sobre ella cuatro nueces puso cuatro cocos.


Se concentra el viejito, y ¡oh prodigio!: su varonía se volvió a alzar, triunfante, cual la de un hombre en plena juventud, y con ella el artista procedió a hacer pedazos los cuatro cocos. Se escuchó la ovación, atronadora.


El viajero, entusiasmado, va al camerino del anciano. Todavía sin dar crédito a lo que había visto le dice lleno de admiración:


-Oiga, señor: estuve aquí hace 40 años, y lo vi realizar su acto con nueces. Pasan cuatro décadas, regreso, ¡y ahora lo hace usted con cocos!.


Responde el viejecito con voz doliente y tono de disculpa:


-Es que ya no veo bien


  


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