Los acostumbrados.


Los acostumbrados se acostumbran rápido a esta nueva forma de vivir. Se acostumbran a los barbijos, a embadurnarse con alcohol antes de entrar en todos lados, se acostumbran a hacer filas eternas en los mercados, se acostumbran a vivir sin teatros, sin cines, sin arte. Los acostumbrados se acostumbran a leer los diarios, a ver la tele y las publicidades y así naturalizan lo innaturalizable. Los acostumbrados no exigen nada, obedecer es su privilegio. Los acostumbrados no creen ni en las plantas que sanan ni en los pájaros que migran cruzando el mundo, no creen en las estrellas ni en los asteroides que entran en la atmósfera, no creen en el aire puro ni en el agua limpia que corre por los ríos, no creen en el buen vivir como un derecho para todas las criaturas que habitamos este planeta; los acostumbrados creen en lo que deben creer para seguir creyendo en eso eternamente. Los acostumbrados están tan acostumbrados, que no reparan en absolutamente nada, no prestan atención a la vida ni a su ausencia, no reflexionan sobre las razones del encierro ni del dolor ajeno, los acostumbrados no ven los incendios ni los cadáveres de los animales calcinados por el fuego, tampoco ven gallinas, ni vacas, ni peces, ni cerdos en lo que se llevan a la boca, los acostumbrados no ven más allá de los muros de cemento. Los acostumbrados nacen, consumen, se reproducen, enferman y mueren.

Y en un futuro, cuando las ruinas de los acostumbrados decoren el mundo, y la naturaleza negada durante tanto tiempo escale los fríos muros en busca del sol, la civilización de los acostumbrados habrá sido un mal sueño nomas.

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