LA SEMILLA QUE NO ES PLANTADA NO PUEDE CRECER


Un otoño, un hombre hizo un viaje a Oriente. La brisa fresca soplaba a través de los campos de espigas de arroz maduras que se extendían como olas doradas hasta donde la vista podía alcanzar.

Cerca de allí, un campesino trabajaba tranquilamente, fumando una pipa y con la cara sonriente.

Más tarde, el hombre regresó y encontró las olas doradas ya cosechadas y formando hermosos cúmulos de sacos de arroz al lado de cada casa. De cada una de ellas, salía el sonido de voces felices y risas.

El hombre se dijo a sí mismo: “Esto es el paraíso. Imagina: ¡la gente ha tenido una gran cosecha sin ningún problema! ”. Solo podía envidiar tal felicidad, así que se fue y se lo contó a su vecino.

El vecino decidió verlo en persona.

Se fue a fines de la primavera, y cuando llegó, encontró a todos cubiertos de barro y sudor, trabajando duro. Le pareció extraño y siguió su camino. Completó sus asuntos y regresó a casa.

Cuando pasó al mes siguiente, encontró a los campesinos sudando profusamente bajo el sol ardiente, trabajando tan duro como antes, sin olas doradas a la vista y sin ningún saco de arroz.

Enfafado dice: “Mi vecino se estaba burlando de mí. Esto no es ningún paraíso, es un perfecto infierno”.

Detrás del éxito, hay lágrimas ocultas.

Si no se planta, la semilla no puede crecer.

Infeliz es aquel que no conoce el Principio de Causalidad.  

Quien conoce la Ley de Causa y Efecto, y vive de acuerdo con esta filosofía, es feliz, porque puede cosechar los frutos de su propio esfuerzo.

(Por Mauro M. Nakamura, profesor de filosofía budista, autor, director de contenido y presidente de ITIMAN. Director internacional de Ichimannendo Publishing - Tokio, Japón)


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