La esfinge.
Desde un ángulo oscuro de mi estancia, durante más tiempo del que puedo imaginarme, una Esfinge bella y silenciosa me acecha a través de las tinieblas ondulantes. Intangible y quieta, no se alza ni hace el menor movimiento. Poco le importan las lunas de plata y los soles remolinantes. En el aire el rojo sustituye al gris; las oleadas de luna descienden, pero cuando llega el alba, ella no se va y cuando vuelve la noche, sigue ahí.
La aurora sigue a la aurora y las noches declinan, y durante todo ese tiempo esta extraña gata permanece extendida sobre el tapiz chino, con sus ojos de raso fijos en la orla de cero. Permanece acostada sobre el tapiz, espiando oblicuamente, y sobre su pecho color roble ondea su piel suave y sedosa, con estremecimientos que llegan a veces hasta sus orejas puntiagudas. Acércate ya, mi hermoso senescal, que dormitas en tu postura estatuaria. Acércate ya, ser de una extravagancia exquisita, mitad mujer, mitad animal.
Acércate, encantadora y lánguida Esfinge mía, ven a colocar tu cabeza sobre mi rodilla y déjame pasar una mano acariciadora por tu pecho y examinar tu cuerpo moteado como el de un lince. Déjame tocar esas garras ganchudas, amarillo pálido, y coger a manos llenas esa cola que, semejante a una monstruosa serpiente, se enrolla alrededor de tus patas aterciopeladas. Un millar de siglos lentos te pertenecen, cuando yo, en cambio, he visto apenas veinte estíos despojarse de su verde librea para vestir la librea abigarrada del otoño.
Pero tú sabes leer los jeroglíficos en los grandes obeliscos de granito, has conversado con los basiliscos y has mirado frente a frente a los hipogrifos. ¡Oh! Dime, ¿estabas tú presente cuando Isis se arrodillaba delante de Osiris, y viste a la Egipcia cuando hacía disolver la perla para Antonio y bebía aquel vino embriagado todo de la joya, e inclinaba la cabeza con un terror fingido para ver al colosal procónsul sacar de la espuma el atún salado?
¿Y espiaste a la Cipriota cuando besaba al blanco Adonis, sobre su lecho fúnebre? ¿Seguiste a Amenalk, dios de Heliópolis? ¿Hablaste con Thoth y oíste llorar a Io, coronada de cuernos lunares? ¿Conociste a los reyes pintados que duermen bajo la Pirámide poliédrica? Alza tus grandes ojos de raso negro, semejantes a unos cojines donde se deja uno caer. Ven a estirarte a mis pies, fantástica Esfinge, y cuéntame tus recuerdos.
Háblame de tus cantos de la Virgen India que caminaba errante con el Santo Niño y dime cómo les guiaste a través del desierto y cómo durmieron bajo tu sombra. Háblame de aquel verde atardecer cargado de perfumes, cuando acostada junto a la ribera viste elevarse de la barca dorada de Adriano la risa de Antinoo, y cuéntame cómo bebiste en la corriente calmando tu sed y cómo contemplaste con una mirada ávida y ardiente el cuerpo de marfil de aquel joven y bello esclavo cuya boca parecía una granada.
Háblame del laberinto que servía de establo al toro de doble forma. Háblame de la noche en que te arrastrabas sobre el plinto granítico del templo, en donde el ibis escarlata revoloteaba por los corredores tapizados de púrpura, chillando asustado, y del horrible rocío que caía gota a gota de las mandrágoras dolientes y del enorme soñoliento cocodrilo que vertía lágrimas cenagosas en tu estanque y que, arrancando las joyas prendidas en sus orejas, volvía hacia el Nilo con movimientos vacilantes.
Cuéntame cómo te maldecían los sacerdotes, en salmos entonados con voz chillona, el día en que cogiste entre tus garras a su jefe, y cómo te deslizaste a rastras para saciar tu pasión bajo las palmeras temblorosas. ¿Quiénes eran entonces tus amantes, quiénes eran los que luchaban por ti en el polvo? ¿Cuál era el instrumento de lujuria, quién era tu amante cotidiano? ¿Era uno de aquellos lagartos gigantes que venían a enroscarse ante ti, entre los cañaverales de la ribera? ¿Venían a arrojarse sobre ti, sobre tu lecho revuelto, los grifos de grandes costados de metal?
¿Venía el monstruo hipopótamo a abrazarse contigo entre la bruma? ¿Eran los dragones de escamas plateadas los que se retorcían de pasión en nudos complicados, cuando pasabas junto a ellos? ¿Y qué horrible quimera fue la que salió del sepulcro licio, de ladrillos, con sus cabezas espantosas y sus temibles llamas para hacer engendrar a tu seno nuevas maravillas?...
¿Es que albergabas inconfesables huéspedes secretos o es que arrastrabas a tu mansión a alguna Nereida envuelta en la espuma ambarina, con unos senos extraños de cristal de roca? ¿Es que ibas, hollando con tu pie la espesa bruma, a visitar a la bronceada Fenicia y a pedirle noticias de Leviatán o de Behemot? ¿O es que subías, cuando el sol había desaparecido, por la pendiente bordeada de cactos, al encuentro de tu negro Etíope, cuyo cuerpo era el pulido azabache?
¿Es que ibas, mientras los barcos de barro cocido encallaban en los pantanos del Nilo, al atardecer, cuando los murciélagos de vuelo incierto giraban alrededor de los triglifos del templo, es que ibas con furtivo paso hasta el borde de la ribera, para atravesar a nado el lago silencioso, y desde allí, deslizándote en la bóveda, hacer de la Pirámide tu lupanar hasta el punto de hacer salir de cada uno de los negros sarcófagos al muerto, pintado y vendado? ¿O es que atraías a tu lecho al Trageofos de cuernos de marfil?
¿Es que amaste al Dios de las Moscas que atormentó a los Hebreos y que estaba manchado de vino hasta la cintura, o a Pasht, que tenía dos berilos verdes por ojos? ¿Quizá fue a aquel joven Dios, al Tirio, que era más amoroso que la paloma de Astaroth? ¿O amaste al Dios del Asirio, cuyas alas, semejantes a una extraña y transparente mica, rebasaban ampliamente su cabeza con un pico de halcón, que estaba pintada de plata y de rojo, rodeada de fajas de oricalco?
¿O acaso el enorme Apis saltó de su carro para arrojar a tus plantas las gruesas flores del nenúfar que tenía el aroma y el color de la miel?...
¡Qué sutil es tu sonrisa! ¿Entonces es que no has amado a nadie? No; bien sé que el gran Amnón fue tu compañero de lecho. Se tendió junto a ti a orillas del Nilo.
Los caballos acuáticos que frecuentan los pantanos hicieron resonar sus trompetas cuando le vieron venir, todo perfumado de gálbano de Siria, todo impregnado de nardo y de tomillo. Él siguió la orilla del río, parecido a una vasta galera de velas de plata. Caminaba a largos pasos por las aguas armado de belleza y las aguas se abrían ante él. Caminaba a largos pasos por la arena del desierto. Llegó al valle en que tú estabas acostada. Esperó a la aurora y entonces tocó con su mano tus negros senos.
Tú besaste su boca con los labios de brasa. Hiciste tu presa del dios cornudo. Te mantenías en pie detrás de su trono y le llamabas por su nombre secreto. Murmurabas monstruosos oráculos en las conchas de tus oídos, y con sangre de cabras y de toros le enseñaste a hacer monstruosos milagros. Mientras fue Amnón tu compañero de lecho, vuestra cámara nupcial era el Nilo cubierto de vapores, y con tu sonrisa arcaica de sinuoso contorno mirabas crecer y disminuir su pasión.
Su frente relucía de óleos sirios, y sus miembros de mármol, extendidos, desplegados como una tienda al mediodía, hacían palidecer la luna y añadían un nuevo brillo al día. Su larga cabellera medía nueve codos de envergadura; tenía color de esa gema amarilla que los mercaderes del Kurdistán llevan cosida en la orla de sus mantos. Su faz era como el mosto que cubre una cuba de vino nuevo. Los mares no podrían añadir nada a la perfección del zafiro de sus ojos. Su cuello, fuerte y suave, era blanco como la leche. Su pelo, una fina trama de venas azules; y extrañas perlas, que parecían rocío congelado, estaban bordadas sobre la seda flotante...
Sobre su pedestal de nácar y de pórfido brillaba con demasiada intensidad para poder contemplársele, pues sobre su pecho de marfil centelleaba la maravillosa esmeralda del océano, esa misteriosa joya, de reflejos lunares, que algún buceador de los abismos de Cólchide encontró entre las olas cada vez más negras, y llevó a la maga de Colchis. Ante su carro dorado, corrían unos coribantos desnudos con guirnaldas de pámpano, y filas de altivos elefantes se arrodillaban para arrastrar su carro, y filas de nubios negros llevaban su litera, mientras él corría la gran avenida pavimentada de granito, entre los abanicos de movibles plumas de pavo real.
Los mercaderes que vienen de Sidón en sus navíos abigarrados le traían esteatita. La más inferior de las copas que tocaban sus labios estaba hecha de un crisólito. Los mercaderes le traían cajas de cedro llenas de ropajes suntuosos y atados con cuerdas. La cola de su vestido era llevada por señores de Memfis; reyes jóvenes sentíanse dichosos de su hospitalidad. Mil sacerdotes rapados se arrodillaban noche y día ante el altar de Amnón. Mil lámparas balanceaban su luz en la morada esculpida de Amnón; y ahora la serpiente impura y la víbora moteada, con sus crías, se arrastran de piedra en piedra, porque la morada está en ruinas y el gran monolito de mármol rosa se ladea. El asno salvaje o el chacal errabundo vienen a guarecerse en las puertas vacilantes. Sátiros feroces se llaman a través de los fustes estriados que yacen por el suelo, y en la cúspide del edificio está colgado el mono de rostro azul, de Horus, que chilla mientras la higuera resquebraja los pilares del peristilo.
El Dios yace aquí y allí en pedazos, profundamente escondido en la arena que el viento agita. He visto su testa granítica de gigante, convulsionada aún en su impotente desesperación; y muchas caravanas errantes de negros de aire imponente, con chales de seda, al atravesar el desierto, se detienen aterrados ante ese cuello demasiado ancho para poder abrazarle.
Y muchos beduinos barbudos abren sus albornoces de rayas amarillas para lanzar una larga mirada sobre los músculos titánicos de aquel que fue en otro tiempo su paladín...
Así es que ve a buscar los pedazos por la llanura y lávalos en el rocío de la noche y rehaz juntando piezas, una por una, a tu amante mutilado.
Ve a buscar allí donde yacen abandonados, y con esos trozos, con esos restos, reconstruye tu compañero despedazado y despierta locas pasiones en la piedra insensible. Hechiza su pesado oído con himnos sirios. Él amó tu cuerpo. ¡Oh, sé buena! Vierte nardo sobre su cabellera y enrolla suaves bandas de lino alrededor de sus miembros. Ata en torno de su cabeza el collar de monedas y devuelve a los pálidos labios su color, con frutos rojos. Teje púrpura para sus caderas enflaquecidas y púrpura también para sus riñones descarnados.
Marcha presurosa hacia Egipto. Nada temas. No ha habido más que un Dios que muriese, no ha habido más que un Dios que dejó a un soldado hundirle su lanza en el costado. Esos amantes tuyos no han muerto, y Anubis con la cara de perro, permanece en su puesto de honor, junto a la puerta de cien codos, con la mano llena de lirios de loto para tu cabeza, y, en lo alto de su trono de púrpura, el gigante Memnón dirige siempre sus ojos sin párpados al espacio vacío y, cada claridad amarillenta del alba, grita buscándote.
Y el Nilo con los restos de tu cuerpo, yace en su lecho de légamo, negro y, mientras tú no acudas, no desbordará sus aguas sobre el trigo que se agosta. Bien sé que tus amantes no han muerto. Se volverán a levantar. Oirán tu voz. Agitarán ruidosamente tus símbolos. Se regocijarán. Vendrán a besar tu boca. Por eso, apareja tus flotas, engancha caballos a tu carro de ébano, y ponte en marcha hacia el Nilo. O si te has cansado de divinidades fenecidas, sigue el rastro de algún león errante a través de la llanura cobriza, alcánzale, y cogiéndole por la melena invítale a servirte de amante. Tiéndete junto a sus costados sobre el césped, y clava tus dientes blancos en su pecho. Y cuando oigas el estertor de su agonía, azota tus largos flancos de bronce pulido y toma por compañero a un tigre, cuyos flancos color ámbar tienen mancaras negras, y monta su dorada grupa y franquea triunfalmente la puerta de Tebas, y revuélcate con él en amorosos juegos, y cuando se vuelva y gruña y enseñe los dientes, hiérele entonces mortalmente con tus garras jaspeadas o tritúrale, estrechándole contra tus senos de ágata.
¿A qué tardar? Vete de aquí, estoy cansado de tus gestos de languidez, cansado de tu mirada siempre fija, de tu soñolienta magnificencia. Tu aliento pesado y horrible hace vacilar la luz de la lámpara y sobre mi frente siento su humedad y los terribles rocíos de la noche y de la muerte. Tus ojos son como lunas fantásticas que tiemblan en un lago estancado. Tu lengua es como una serpiente escarlata que baila al son de unos aires fantásticos. Tu pulso late en melodías envenenadas y tu negra boca es como el agujero que dejan una antorcha o unas brasas sobre unos tapices sarracenos.
Vete. Las estrellas de tonalidades sulfúreas huyen veloces por la puerta del poniente. ¡Vete o quizá sea demasiado tarde para subir en sus silenciosos carros de plata! Ves: la aurora tiembla en torno de los grises campanarios que ostentan un dorado cuadrante; y la lluvia corre sobre cada vitral tallado como un diamante y sus lágrimas empatan el día ya descolorido. ¿Qué furia de cabellos de serpientes, recién salida del Infierno, ha podido huir con gestos de fealdad y de impudor, lejos de la reina, aletargada con adormideras, e introducirla en la celda de un estudiante?
¿Qué fantasma criminal tan desprovisto de canto como de voz, se ha deslizado a través de las cortinas de la noche, y viendo arder tan intensamente mi vela, ha llamado y te ha invitado a entrar? ¿No hay otros más malditos y de una lepra más blanca que la mía? ¿Se han secado quizá el Albana y el Farbar para que hayas venido hasta aquí a apagar tu sed?
¡Esfinge falaz! Esfinge falaz: cerca de los cañaverales de la Estigia, el viejo Carón, apoyado en su remo, espera mi óbolo. Parte tú antes y déjame ante mi crucifijo, desde donde el Pálido abrumado de dolor, pasea sobre el mundo su mirada desfallecida y llora por cada alma que muere: y llora en vano.
Oscar Wilde
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