CARTA A LOS HEREDEROS (Antonio Gala)



«Cuando alguien se resigna a sobrevivir me entristece. Lo que importa es vivir a cualquier precio. Pero vivir no es sólo seguir vivo, sino participar del misterio dadivoso de la vida, de sus enigmáticos vaivenes, de sus desalmadas siembras y sus recolecciones; más aún que engendrar la vida, enriquecerla y crearla alrededor. En nuestro tiempo, tan oferente como un escaparate, qué cantidad de cosas se desean como si nos fuese la vida en ellas. Y no es cierto: para vivir de veras se necesitan pocas. A vuestra edad, los humanos lo esperan todo de la vida; todo y cuanto antes. Sentados a la puerta, miran el final de la calle con la borrosa certeza de que el milagro asomará. Los alocados muchachos están —estáis— en el derecho de esperarlo todo; aunque no quizá sentados, sino saliendo al encuentro de lo que va a venir… Sin embargo, lo que venga no tendrá en ocasiones mucho que ver con lo que se esperaba; lo que se anhela no tiene mucho que ver con lo que se realiza. ¿Y se ha de volver, por eso, triste la vida? Seríamos necios si lo consintiéramos. En ella caben más sorpresas de lo que nos es dado imaginar; ella toca siempre en la ventana del corazón con fuerzas nuevas y nuevas alegrías.

Conviene que, de vez en cuando, recapacitéis sobre algo que ya dais por sabido: no siempre seréis jóvenes. Un día tendréis la responsabilidad de otros jóvenes y también la de aquel ser humano —imprevisible hoy— en que os convertiréis. Personalmente yo no estimo más a los viejos por viejos que a los jóvenes por jóvenes. La veneración gratuita de una edad es una tontería. Existen viejos imbéciles (en menor número que jóvenes imbéciles, claro, por la simple razón de que la gente no llega siempre a vieja), y ésos lo son en grado insuperable, porque se han ido perfeccionando con el uso: supongo que de jóvenes también fueron imbéciles. No sé quién me resulta más desagradable: el adulto que se enfrenta al tiempo, y se niega a rendirse, y actúa y viste como un joven; el viejo que se niega a comprender que el tiempo fluye, y se aferra a su mundo caducado, que el de hoy desdeña y al que aburre; o el joven que permanece fijo en su propia juventud y la utiliza como una sinecura. Los mayores que quieren a la fuerza ser jóvenes son comparables a los jóvenes que se resisten a dejar de serlo y no quieren crecer. Un sociólogo aseguraba el otro día que, quienes entre vosotros se comportan así, lo hacen para asegurar su irresponsabilidad, y de ahí procede su inclinación al alcohol y a otras drogas, que prolongan la sensación de libertad sin trabas. Yo, si lo pienso bien, no me lo creo. «Los tiempos han cambiado», se dice con frecuencia; los tiempos, sí, pero no la condición humana. Y en ella está que cada hora posea un especial y glorioso contenido, y que todas, igual que un río cuyo caudal engrosan sus afluentes, desemboquen en la última. Ni un niño se improvisa. La vejez lleva dentro todas las edades anteriores. Si el viejo no fue un tonto que se ha ido quedando, por tonto, poco a poco solo, lo acompañarán la capacidad de sorpresa y de curiosidad y de admiración que configuran la infancia; el distanciamiento del exterior; que conduce a un cierto exilio íntimo tan de la adolescencia; el entusiasmo, la generosidad y el ímpetu que constituyen la mejor juventud; la reflexión, la ponderación y la serenidad –que no es de ningún modo indiferencia–, amasadoras de la madurez.

En esto consiste mi único consejo: que os construyáis con cuidado y con lujo a vosotros mismos, para que ninguno se llame a engaño cuando ya sea demasiado tarde. Las arrugas del corazón son las más difíciles de planchar… Por lo demás, la vida es siempre hoy. No es prudente mirar hacia atrás con excesiva insistencia; todo lo anterior fue sólo una manera, más o menos buena, de llegar hasta ahora y hasta aquí: el camino no puede estropearnos la posada. Pero tenéis que fabricar, mientras los subís, los peldaños de cada día para que la escalera se complete, al final, sin peligros ni saltos. Y vuestros oficios más significativos han de ser el de juzgar sin prejuzgar y el de sentir sin presentir. Avanzad desnudos de experiencias ajenas, con la naturalidad de vuestros yos auténticos, sin usar un escudo como arma, sin defenderos de quienes no os ataque, sin el amargor previo de una opinión desencantada ni de un sentimiento defraudado, sin aceptar en herencia nada que estiméis malo o que os sepa a desilusión o a rendición… Abiertos a los otros; junto a los otros o frente a los otros, pero formando cuerpo firme con ellos. Y, si avanzáis así, pasando los años, oiréis que dentro, en lo más hondo, algo os susurrará: «Aunque ya nada pueda devolver la hora / del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores / no os apenéis, porque siempre / perdurará la belleza en el recuerdo.» La vida, en efecto, transcurre desde la esperanza hasta el recuerdo; pero después, si se ha vivido bien, regresa de él a ella».

Ilustración de Lisa Aisato


Comentarios

Publicar un comentario