Cuentan que a Miguel Hernández no le pudieron cerrar los ojos al morir.


 Cuentan que a Miguel Hernández no le pudieron cerrar los ojos al morir.

Como si su mirada no se hubiera querido marchar con su cuerpo.

Aferrada al precipicio del borde de la existencia.

Hay ojos, como los de Miguel, que son cordones umbilicales. 

Miguel Hernández fue detenido, condenado y encarcelado una vez finalizó la guerra civil española.

Uno de los tantos y tantos represaliados por la dictadura franquista en los años posteriores a la contienda.

Un poeta sin mundo es un poeta muerto.

Y así sucedió.

Miguel enfermó y se fue.

Tenía 31 años y le encantaba escribir.

Hay escritores como Miguel que forman parte de la muchedumbre.

Cuyas manos son paridas en lo común.

Que sienten el compromiso con el origen.

Con los demás.

Escritores que lo que hacen es arrancarles el verbo a los de arriba.

Y así plantar significados para el pueblo. 

Miguel no escribía, no, labraba la realidad con su lengua.

Recogía toda esa dignidad del sur.

Lo que otros llaman miseria.

Y devolvía a la gente el poder conmovido de la belleza.

Las palabras de Miguel son palabras tubérculo, palabras manchadas de la verdad del suelo, que huele a tierra, palabras alimento.

En la humildad, el futuro, siempre es ahora.

Dijo Miguel: Dejadme la esperanza.

Y eso fue precisamente lo que él nos dejó.

La esperanza.

Ese aleteo hacia el mañana.

Ese resistir la embestida del odio con versos.

Ese revolverse ante lo ingrato de la vida. 

"Cantando espero a la muerte,

que hay ruiseñores que cantan

encima de los fusiles

y en medio de las batallas."

Aquí estamos, Miguel.

Cantando a pesar de todo.

Esperando la muerte como todos.

Siendo esos ruiseñores.

Que siguen volando.

Delante de esos ojos que jamás pudieron ni podrán.

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